domingo, 2 de noviembre de 2014

XXXVIII - Plauto o la soledad en azul


Juguemos a que existe alguna manera de atravesar el espejo; juguemos a que el cristal se hace blando como si fuera una gasa de forma que pudiéramos pasar a través. ¡¿Pero, cómo?! ¡¡Si parece que se está empañando ahora mismo y convirtiéndose en una especie de niebla!! ¡Apuesto a que ahora me sería muy fácil pasar a través! --Mientras decía esto, Alicia se encontró con que estaba encaramada sobre la repisa de la chimenea, aunque no podía acordarse de cómo había llegado hasta ahí. Y en efecto, el cristal del espejo se estaba disolviendo, deshaciéndose entre las manos de Alicia, como si fuera una bruma plateada y brillante. 

Lewis Carroll - A través del espejo y lo que Alicia encontró allí



Estoy solo y no hay nadie en el espejo - Jorge Luis Borges



Una vez más los mismos gestos, me despierto, me demoro acunándome en la seguridad de no llegar tarde a ningún sitio, dejo que mis músculos vayan reaccionando, estiro la pierna, al llegar al pie ese dolor agudo que me obliga a levantarme de golpe y apoyar todo el peso en él hasta que cede, recojo la ropa, que desparramé anoche, con desgana, voy al baño, orino larguísimo, abro el agua caliente, hay que tener cuidado y graduar bien la temperatura, al principio parece la adecuada pero luego quema, dejo caer el chorro, primero por la cara, directamente, siento como resbala por el pelo, me gusta así un buen rato antes de echarle jabón, luego me pongo un poco de gel en la mano, no se por qué lo hacen verde, es asqueroso ese color para esto, me froto con parsimonia, minuciosamente, los pies son punto y aparte, luego me afeito, mientras me voy secando, si no hace frío me gusta prescindir de la toalla y dejar que el cuerpo se seque sin más, un poco de espuma, dos pasadas, no me gusta nada la barba, agua fría y un poco de hidratante, nada de after shave, escuece, me lío una toalla de hilo a la cintura, como un samoano, un gesto inútil de pudor seguramente heredado, una cafetera, me sirvo media en un vaso grande, con un poco de leche fría y sin azúcar, salgo a la terraza, las plantas me reciben impasibles, el sol todavía se puede sufrir a esta hora, me siento en una silla mientras bebo el desayuno a sorbos pequeños, no se oye nada, los domingos no hay casi tráfico, al fondo veo el castillo de Bellver como un diorama, me levanto, pongo un disco de Aretha, canta con Mary J. Blige, Aint no sunshine, me enciendo un cigarrillo, el primero, una tristeza pesada me va llenando los pulmones, después de mi último divorcio me he quedado solo, llevo así desde Junio, son casi cuatro meses, mis habituales han decidido tomar partido por mi ex y mis amigos se fueron a la playa, me habita una pereza viscosa, decido bajar a la calle a pesar de todo, me visto, unos vaqueros nuevos y una camiseta negra, las gafas de sol y unas sandalias de Prada, salgo sin cruzarme con nadie, bajo por la riera hasta el centro, voy mirando escaparates de tiendas cerradas, me detengo en uno enorme de electrodomésticos, hay una televisión redonda, como de comic, es de color rojo, no veo el precio. 

Se me acerca por detrás inesperadamente, estas cosas siempre me ocurren así, sin señales previas, o quizá es que yo no sé verlas, tiene unos ojos azules como ventanas abiertas a la maravilla, lleva un polo verde loro y unos pantalones amarillos, los colores no dejan lugar a dudas, es brasileño, me pide fuego, pero sus ojos piden más.

Al principio solo hablamos trivialidades, en realidad era yo el que hablaba, él escuchaba con atención, de vez en cuando decía alguna palabra suelta, como para confirmarme que seguía mi discurso. Fuimos paseando hasta el puerto, nos sentamos en una terraza cualquiera, con los barcos de fondo, unas cervezas, y mientras le observaba escuchándome iba desentrañando sus rasgos casi excesivos, su piel hecha para el sol, su boca de labios carnales que sugería caricias de colores, su nariz masculina y severa, el mentón cuadrado, las manos curiosamente impecables, con un Cartier cuadrado, de los pequeños, en la muñeca, completamente fuera de lugar, brazos fuertes con los músculos dibujados y piernas de bailarín, un culo perfecto al que las tapas de los bolsillos traseros del pantalón le daban un acabado voluptuoso, tenía todo el rato una pierna doblada, con el pie sobre el asiento, llevaba sorprendentemente unos Lotusse clásicos, de los de la hebillas al lado, nuevos, y ofrecía impúdico, no creo que fuera inocente, la visión panorámica del bulto considerable de su entrepierna.

 Mientras yo desgranaba conversaciones él se fue acomodando a mi compañía, me iba dando pequeñas pinceladas sobre sí mismo, estaba viviendo en Ibiza y había venido a Palma después de una discusión con su pareja, no entraba en demasiados detalles, pero supe que estaba en un hotel, que no tenía planes, necesitaba aclarase, y que no conocía a nadie, me dijo que estaba encantado porque hacía dos días que no hablaba, mientras lo hacía, sin perderme los otros detalles, no podía dejar de mirar y admirar sus impresionantes ojos azules, no eran fríos y acerados como los del Norte, eran de un azul profundo, no producían la menor inquietud, tampoco se podría decir que fueran amables, eran sencillamente fascinantes, ejercían una atracción inevitable, casi hipnótica, absolutamente seductora, que arrumbaba mi pudor y me obstinaba en no apartar de ellos mi mirada. Fuimos a comer un poco más allá, tenía maneras que sugerían una educación esmerada, no le gustaba el vino, solo cerveza, entendía de café y tuvo buen criterio con la carta. Llegó el momento de la verdad, sin redoble de tambores, era incómodo prolongar ese dolce fare niente, - ¿te vienes a casa? Tengo una música genial - Me miró, con sus ventanas azules, esbozó media sonrisa ensayada en mil batallas - ¿vamos a bailar? me encantaría bailar contigo. Directamente su mirada me abdujo y comencé a flotar por el hiperespacio.

Bailamos toda la tarde, y toda la noche, hasta el día siguiente, se entregaba sin condiciones, en silencio, con una pasión absolutamente carnal que dejaba poco espacio al sentimiento, navegamos el uno en el otro casi como animales con esa naturalidad que tan bien exhiben los del trópico, mientras me zambullía en el umbral de su cuerpo me sumergí en ese azul como si pudiera albergarme entero, perdí la noción del tiempo, se redoblaron mis fuerzas, animadas por un arcano sortilegio, me detuve a adorar cada rincón, a explorar cada poro con un beso, en unas horas estuve en el cielo y también, en honor a la verdad, en el infierno, era como una borrachera de deseo, como un torrente, como un eco. Puede que tantas soledades acumuladas, la mía y la suya, al encontrarse, hubieran generado una aleación imposible, una combinación extraordinaria que nos empujaba el uno al otro como una conjunción planetaria, y mientras me dejaba arrastrar por esa catarata de sexo, no podía dejar de mirar sus ojos en los que solo podía leer deseo, ni una brizna de cariño, ni un pellizco de afecto, solo deseo, y no me importaba, no lo echaba de menos, había perdido completamente cualquier atisbo de decoro, me complacía en saltarme, uno a uno, cualquier precepto, con la mente en blanco, con él como único pensamiento, ni mañana, ni ayer, ni nada más que ese momento, resbalando por su sudor, bebiéndomelo.

 Al alba nos venció el cansancio, caímos rendidos, al rato me desperté todavía enarbolando deseo, le miré, estaba dormido, como un niño, como un muerto, pude serenarme y no turbar su sueño, pero solamente porque, como es natural, tenía los ojos cerrados.

Se quedó, sin explicaciones, sin planes, Plauto comenzó a alumbrar mi vida con sus portentosos luceros azules, íbamos a la playa, donde el mar todavía los hacía aparecer más sobrehumanos, y nos dedicábamos principalmente a no hacer más que acecharnos en cada esquina, como si estuviéramos en un estado de celo perpetuo, sin promesas de ninguna clase, sin ver a nadie, había algo que me impedía compartirlo, como una sensación vaga de que cualquier intervención extraña podía romper el encantamiento, como si él fuese patrimonio de los sueños y solo yo pudiera verlo, hice míos su olor y sus besos, me habitué a sus asaltos como si fuera cada uno el último, con la misma locura del primer momento, debíamos parecer felices, y enamorados, pero lo cierto es que nunca hubo siquiera un te quiero. Un martes al llegar a casa se ha marchado, salgo a la calle, buscándolo como un loco, sin concierto, evidentemente no lo encuentro, cuando llego a casa la realidad me golpea como una tabla, se ha ido con sus maletas y solo me ha dejado una nota escueta: Oubrigado, debo irme. Somniaré contigo, Plauto.

 Sigo soñándole de vez en cuando.



Una vez más los mismos gestos, me despierto, me demoro acunándome en la seguridad de no llegar tarde a ningún sitio, dejo que mis músculos vayan reaccionando, estiro la pierna, al llegar al pie ese dolor agudo que me obliga a levantarme de golpe y apoyar todo el peso en él hasta que cede, recojo la ropa, que desparramé anoche, con desgana.........




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