Juguemos a que existe
alguna manera de atravesar el espejo; juguemos a que el cristal se hace blando
como si fuera una gasa de forma que pudiéramos pasar a través. ¡¿Pero, cómo?!
¡¡Si parece que se está empañando ahora mismo y convirtiéndose en una especie
de niebla!! ¡Apuesto a que ahora me sería muy fácil pasar a través! --Mientras
decía esto, Alicia se encontró con que estaba encaramada sobre la repisa de la
chimenea, aunque no podía acordarse de cómo había llegado hasta ahí. Y en
efecto, el cristal del espejo se estaba disolviendo, deshaciéndose entre las
manos de Alicia, como si fuera una bruma plateada y brillante.
Lewis
Carroll - A través del espejo y lo que Alicia encontró allí
Estoy solo y no hay nadie
en el espejo - Jorge Luis Borges
Una vez más los mismos
gestos, me despierto, me demoro acunándome en la seguridad de no llegar tarde a
ningún sitio, dejo que mis músculos vayan reaccionando, estiro la pierna, al
llegar al pie ese dolor agudo que me obliga a levantarme de golpe y apoyar todo
el peso en él hasta que cede, recojo la ropa, que desparramé anoche, con
desgana, voy al baño, orino larguísimo, abro el agua caliente, hay que tener
cuidado y graduar bien la temperatura, al principio parece la adecuada pero
luego quema, dejo caer el chorro, primero por la cara, directamente, siento
como resbala por el pelo, me gusta así un buen rato antes de echarle jabón,
luego me pongo un poco de gel en la mano, no se por qué lo hacen verde, es asqueroso
ese color para esto, me froto con parsimonia, minuciosamente, los pies son
punto y aparte, luego me afeito, mientras me voy secando, si no hace frío me
gusta prescindir de la toalla y dejar que el cuerpo se seque sin más, un poco
de espuma, dos pasadas, no me gusta nada la barba, agua fría y un poco de
hidratante, nada de after shave, escuece, me lío una toalla de hilo a la
cintura, como un samoano, un gesto inútil de pudor seguramente heredado, una
cafetera, me sirvo media en un vaso grande, con un poco de leche fría y sin
azúcar, salgo a la terraza, las plantas me reciben impasibles, el sol todavía
se puede sufrir a esta hora, me siento en una silla mientras bebo el desayuno a
sorbos pequeños, no se oye nada, los domingos no hay casi tráfico, al fondo veo
el castillo de Bellver como un diorama, me levanto, pongo un disco de Aretha,
canta con Mary J. Blige, Aint no sunshine, me enciendo un cigarrillo, el
primero, una tristeza pesada me va llenando los pulmones, después de mi último
divorcio me he quedado solo, llevo así desde Junio, son casi cuatro meses, mis
habituales han decidido tomar partido por mi ex y mis amigos se fueron a la
playa, me habita una pereza viscosa, decido bajar a la calle a pesar de todo,
me visto, unos vaqueros nuevos y una camiseta negra, las gafas de sol y unas
sandalias de Prada, salgo sin cruzarme con nadie, bajo por la riera hasta el
centro, voy mirando escaparates de tiendas cerradas, me detengo en uno enorme
de electrodomésticos, hay una televisión redonda, como de comic, es de color
rojo, no veo el precio.
Se me acerca por detrás inesperadamente, estas cosas
siempre me ocurren así, sin señales previas, o quizá es que yo no sé verlas,
tiene unos ojos azules como ventanas abiertas a la maravilla, lleva un polo
verde loro y unos pantalones amarillos, los colores no dejan lugar a dudas, es
brasileño, me pide fuego, pero sus ojos piden más.
Al principio solo hablamos
trivialidades, en realidad era yo el que hablaba, él escuchaba con atención, de
vez en cuando decía alguna palabra suelta, como para confirmarme que seguía mi
discurso. Fuimos paseando hasta el puerto, nos sentamos en una terraza
cualquiera, con los barcos de fondo, unas cervezas, y mientras le observaba
escuchándome iba desentrañando sus rasgos casi excesivos, su piel hecha para el
sol, su boca de labios carnales que sugería caricias de colores, su nariz
masculina y severa, el mentón cuadrado, las manos curiosamente impecables, con
un Cartier cuadrado, de los pequeños, en la muñeca, completamente fuera de
lugar, brazos fuertes con los músculos dibujados y piernas de bailarín, un culo
perfecto al que las tapas de los bolsillos traseros del pantalón le daban un
acabado voluptuoso, tenía todo el rato una pierna doblada, con el pie sobre el
asiento, llevaba sorprendentemente unos Lotusse clásicos, de los de la hebillas
al lado, nuevos, y ofrecía impúdico, no creo que fuera inocente, la visión
panorámica del bulto considerable de su entrepierna.
Mientras yo desgranaba
conversaciones él se fue acomodando a mi compañía, me iba dando pequeñas
pinceladas sobre sí mismo, estaba viviendo en Ibiza y había venido a Palma
después de una discusión con su pareja, no entraba en demasiados detalles, pero
supe que estaba en un hotel, que no tenía planes, necesitaba aclarase, y que no
conocía a nadie, me dijo que estaba encantado porque hacía dos días que no
hablaba, mientras lo hacía, sin perderme los otros detalles, no podía dejar de
mirar y admirar sus impresionantes ojos azules, no eran fríos y acerados como
los del Norte, eran de un azul profundo, no producían la menor inquietud,
tampoco se podría decir que fueran amables, eran sencillamente fascinantes,
ejercían una atracción inevitable, casi hipnótica, absolutamente seductora, que
arrumbaba mi pudor y me obstinaba en no apartar de ellos mi mirada. Fuimos a
comer un poco más allá, tenía maneras que sugerían una educación esmerada, no
le gustaba el vino, solo cerveza, entendía de café y tuvo buen criterio con la
carta. Llegó el momento de la verdad, sin redoble de tambores, era incómodo
prolongar ese dolce fare niente, - ¿te vienes a casa? Tengo una música
genial - Me miró, con sus ventanas azules, esbozó media sonrisa ensayada en mil
batallas - ¿vamos a bailar? me encantaría bailar contigo. Directamente su
mirada me abdujo y comencé a flotar por el hiperespacio.
Bailamos toda la tarde, y
toda la noche, hasta el día siguiente, se entregaba sin condiciones, en
silencio, con una pasión absolutamente carnal que dejaba poco espacio al
sentimiento, navegamos el uno en el otro casi como animales con esa naturalidad
que tan bien exhiben los del trópico, mientras me zambullía en el umbral de su
cuerpo me sumergí en ese azul como si pudiera albergarme entero, perdí la
noción del tiempo, se redoblaron mis fuerzas, animadas por un arcano
sortilegio, me detuve a adorar cada rincón, a explorar cada poro con un beso,
en unas horas estuve en el cielo y también, en honor a la verdad, en el
infierno, era como una borrachera de deseo, como un torrente, como un eco.
Puede que tantas soledades acumuladas, la mía y la suya, al encontrarse,
hubieran generado una aleación imposible, una combinación extraordinaria que
nos empujaba el uno al otro como una conjunción planetaria, y mientras me
dejaba arrastrar por esa catarata de sexo, no podía dejar de mirar sus ojos en
los que solo podía leer deseo, ni una brizna de cariño, ni un pellizco de
afecto, solo deseo, y no me importaba, no lo echaba de menos, había perdido
completamente cualquier atisbo de decoro, me complacía en saltarme, uno a uno,
cualquier precepto, con la mente en blanco, con él como único pensamiento, ni
mañana, ni ayer, ni nada más que ese momento, resbalando por su sudor,
bebiéndomelo.
Al alba nos venció el cansancio, caímos rendidos, al rato me
desperté todavía enarbolando deseo, le miré, estaba dormido, como un niño, como
un muerto, pude serenarme y no turbar su sueño, pero solamente porque, como es
natural, tenía los ojos cerrados.
Se quedó, sin
explicaciones, sin planes, Plauto comenzó a alumbrar mi vida con sus
portentosos luceros azules, íbamos a la playa, donde el mar todavía los hacía
aparecer más sobrehumanos, y nos dedicábamos principalmente a no hacer más que
acecharnos en cada esquina, como si estuviéramos en un estado de celo perpetuo,
sin promesas de ninguna clase, sin ver a nadie, había algo que me impedía
compartirlo, como una sensación vaga de que cualquier intervención extraña
podía romper el encantamiento, como si él fuese patrimonio de los sueños y solo
yo pudiera verlo, hice míos su olor y sus besos, me habitué a sus asaltos como
si fuera cada uno el último, con la misma locura del primer momento, debíamos
parecer felices, y enamorados, pero lo cierto es que nunca hubo siquiera un te
quiero. Un martes al llegar a casa se ha marchado, salgo a la calle, buscándolo
como un loco, sin concierto, evidentemente no lo encuentro, cuando llego a casa
la realidad me golpea como una tabla, se ha ido con sus maletas y solo me ha
dejado una nota escueta: Oubrigado, debo irme. Somniaré contigo, Plauto.
Sigo
soñándole de vez en cuando.
Una vez más los mismos
gestos, me despierto, me demoro acunándome en la seguridad de no llegar tarde a
ningún sitio, dejo que mis músculos vayan reaccionando, estiro la pierna, al
llegar al pie ese dolor agudo que me obliga a levantarme de golpe y apoyar todo
el peso en él hasta que cede, recojo la ropa, que desparramé anoche, con
desgana.........
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