domingo, 2 de noviembre de 2014

XXXVII - Tita o el adiós amargo


Soy como esa isla que ignorada
Late acunada por árboles jugosos
-en el centro de un mar
Que no me entiende,
Rodeada de NADA,
Sola solo-.
Hay aves en mi isla relucientes
Y pintadas por ángeles pintores,
Hay fieras que me miran dulcemente,
Y venenosas flores.
Hay arroyos poetas
Y voces interiores
De volcanes dormidos.
Quizá haya algún tesoro
Muy dentro de mi entraña.
¡Quién sabe si yo tengo
Diamante en mi montaña,
O tan sólo un pequeño pedazo de carbón!
Los árboles del bosque de mi isla
Sois vosotros, mis versos.
¡Qué bien sonáis a veces
Si el gran músico viento
Os toca cuando viene del mar que me rodea
A esta isla que soy, si alguien llega,
Que se encuentre con algo es mi deseo
-manantiales de versos encendidos
Y cascadas de paz es lo que tengo-.
Un nombre que me sube por el alma
Y no quiere que llore mis secretos;
Y soy tierra feliz -que tengo el arte
De ser dichosa y pobre al mismo tiempo-.
Para mí es un placer ser ignorada,
Isla ignorada del océano eterno.
En el centro del mundo sin un libro,
SÉ TODO, porque vino un misionero
Y me dejó una Cruz para la vida
-para la muerte me dejó un misterio-.


Isla Ignorada. Gloria Fuertes


Dice el dicho que "madre no hay más que una" y una vez más me salto la norma a la torera, yo tengo dos, la que me parió, la persona más limpia que conozco, con una alma transparente y generosa, tanto, que me permitió tener otra, la Tita.

La recuerdo como un remanso, como una risa de serpentinas, como la poseedora de todos los secretos de las mujeres. Cuando mi memoria se desboca siempre aparece, tan guapa, con esa bondad que ya es de otro tiempo, tan alegre y tan triste a la vez, con esa capacidad inabarcable para escuchar, y desata mi ternura como ningún otro pensamiento.

Tuve una infancia difícil y una adolescencia terrible, y ella, sin concesiones, siempre estuvo al quite, desde que me recuerdo, con una exquisita paciencia desplazaba su educación y sus prejuicios y me escuchaba, siempre.

Inteligente, bellísima, con unos ojos enormes que eran, y son, la quintaesencia de sus rasgos perfectos, era, y es, tan guapa y tan inteligente que, muy a pesar suyo, siempre estuvo soltera, porque no hay miedo más humano que el miedo a la belleza, aquellos que la pretendieron la aburrían, y quienes lograron su interés, por una circunstancia o por otra, nunca acabaron por tenerla. El primero, un canalla, que con el ajuar terminado no acabó de dar el paso, seguramente asustado de saberla tan espléndida, luego unos cuantos, el último un torero de filigrana que se cortó la coleta, ya con canas, para no desazonarla, y al que se llevó un accidente de automóvil y la dejó para siempre de medio luto, con una viudez incompleta.

Uno de mis primeros recuerdos es su habitación, la mágica estancia donde guardaba sus maravillas, allí encontré mis primeros libros, y creo que fue ella quien inculcó en mí el hábito de la lectura, la curiosidad por lo escrito .En ella atesoraba fabulosos frascos con toda clase de portentos de la cosmética, lo de la Tita con los afeites era prodigioso, palitos de naranjo para la cutícula, miles de colores, polvos aéreos de efectos sutilísimos, carmines, sombras orientales, lápices sapientísimos, rizadores de pestañas, sedas, encajes, montañas de vestidos y su perfume. Siempre que la evoco, me viene, como un beso, su aroma, un perfume suavemente femenino, sin estridencias, pero no por eso menos seductor, que rubricaba todas sus cosas, un perfume que dejaba una estela a su paso, que mucho rato después, todavía permitía adivinarla. Y es que la Tita era elegante, como dice Elena Benarroch, “menos es más, si una mujer viste bien te fijas en ella, si viste mal, no te fijas en otra cosa”. Fue ella, la Tita, quién sino, quien me enseñó a desentrañar la línea de la belleza.

El tiempo, para ella, era un condicionante relativo, había aprendido 
a no dejarse tiranizar por el reloj, me transmitió la convicción de que la prisa no ayuda a llegar antes. Por las tardes, cuando yo era aún un niño y conforme fui creciendo, ella desplegaba sus artes y poco a poco, con mimo, se iba componiendo, luego, al acabar, era como una actriz de cine, que después de asegurarse de que yo estaba impecable, me hacía el mejor de los regalos llevándome con ella, y yo era el más orgulloso de los sobrinos, porque llevaba a mi lado, con mucho, a la mujer más guapa del mundo, no era muy dada a las muestras de afecto, no íbamos del brazo, ni hacía nada que hiciera suponer que me había elegido a mí entre todos los hombres, pero lo cierto es que con su atentísima manera de escucharme y sus inolvidables consejos me hacía el honor de ser su paladín más entregado. Me enseñó a combinar colores, a apreciarme, a esperar de mí siempre lo mejor, a no descuidar mi aspecto, me contó de lo amargo de ser tan guapo, de lo absurdo de la envidia, de lo fútil de la vanidad, de cómo la vida es maleducada y te saca la lengua, me enseñó a mirarme en el espejo.

Ella fue quien me llevó a mi primera clase de dibujo, quien primero supo de mi primer amor, con ella aprendí que hay que hacer las cosas lo mejor posible, aunque cuesten un poquito más de esfuerzo, que eso nos distingue del resto.
Y siempre con aquel aroma, que llevo tatuado en mi recuerdo.

Cuando comencé a correr mi vida me brindó su apoyo incondicional, me ayudó a seguir el camino de mis zapatos, y en la época en que corría desbocado, tanto que se quebró la posibilidad de sufrir la autoridad paterna, tempestad que ya amainó hace mucho tiempo, ella seguía siendo mi único puerto, volviera como volviera, vencido por el desaliento, drogado, cansado, enfermo, loco de esa sed que me asolaba, ahí estaba ella, tratando a mis desvaríos como a argumentos.
Y ella fue quien me ayudó a encontrarme, quien me impuso que me tuviera respeto, quien abrió la puerta, sin desconciertos, a mi primer novio, quien intercedió para que recuperase el tiento.

Conforme iba tomando forma mi vida, la suya se desdibujó. De una forma natural, sin reproches ni minutas se hizo cargo de mis abuelos, de la reina de las hadas y del emperador de la placidez, y me enseñó el inmenso valor de dar cariño a los ancianos, se fue a vivir a la playa porque mi abuela quería oír el mar, a un piso altísimo inundado de luz, donde todavía era más absurdo el tiempo. Se fue instalando en ella una especie de resignación mientras su belleza tan exquisita se iba transformando en un serenísimo recuerdo.

Pero siempre, siempre, estaba conmigo de una u otra manera, ayudándome a desterrar la desesperanza.

Primero se fue el abuelo, aquel gigante bondadoso, tan íntegro y tan correcto, luego mi abuelita, después de unos años, con esa alegría radiante, con sus fantásticas historias, era como el hada madrina de un 
cuento.

Y se quedó sola, en ese faro todo luz, con el mar azul azulísimo y el firmamento, y se jubiló de ese trabajo injusto en el que nunca pudo ascender por ser mujer, eran malos tiempos para una señora impresionante a la que no se le podía ir con cuentos.

Íbamos a verla, a estar con ella temporadas, y siempre nos recibió con los brazos abiertos, pero fuera de nosotros, su familia más cercana, fue abandonando al resto. Le quedaron dos o tres personas, dos o tres incondicionales que nunca dejaron de dedicarle su tiempo.

Ella, cada vez más, se instaló en aquella casa, como en un baluarte, dejó de salir a la calle, a nada, decía que no podía andar, intentamos de todas las formas posibles que hiciera algo, lo conseguimos en alguna ocasión, pero cada vez más, tomó posesión de su sillón y eligió su encierro.
Una vecina nos alertó, había pegado un bajón considerable, corrimos todos, pero es que no quería ni ir al médico...

Demasiado tarde, cuando llegué desde Madrid ya estaba en el hospital, como es natural me quedé con ella, solo tenía ráfagas de consciencia, e incluso en ese extremo, cogía mi mano e intentaba esbozar una sonrisa, no había nada que hacer, era cuestión de días, tuve que soportar la impotencia de ver como ella, que dedicó su vida a aliviar el sufrimiento ajeno, era un sufrir, los analgésicos no le aliviaban del todo, y cada vez peor, llegó un extremo, que yo, que nací con la capacidad de enfrentamiento mermada, tuve que exigir que le dieran algo eficaz, tropecé con un absurdo muro de prevención, con una inexplicable reticencia, no sé bien si heredada de tantos años de resignación cristiana, de magnificar el dolor, o producto del miedo a las consecuencias, después de batallar con convicción logré que le pusieran morfina y pude verla descansar, ver como ese rictus de dolor, que desnaturalizaba su belleza, se disolvía. No puedo comprender, como es posible que se tolere tanto dolor cuando hay medios para eliminarlo.

La vi morir, era la primera vez que me ocurría, y la única, fue como si algo hubiera pulsado un interruptor, se me hizo un boquete en el alma de tal calibre que tardé unos minutos en reaccionar, le di el último beso, sin acabar de creerlo, llamé a la enfermera, me hicieron salir de la habitación, y confirmaron mi certeza, ha fallecido, ha fallecido, estuve soñando con esa frase semanas...
Aún, cuando suena el teléfono un domingo por la mañana, si estoy adormilado, pienso que es ella, era su hora de telefonearme, no fallaba, y ya han pasado algunos años.

Debería poner su fotografía, para que todos veáis que no exagero, que era mucho más que bella, pero no puedo, ella era tan suya para sus cosas que sé que no le gustaría, permitidme pues que coloque esta otra, os aseguro que se le parecía mucho, aunque claro ella era un poquito más guapa. Eso sí, en honor a la verdad, no tenía los ojos color violeta.


Aunque así sólo os haréis una idea, espero haberos acercado un poco a su verdadera belleza. Porque siendo tan guapa lo era mucho más por dentro.




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