sábado, 1 de noviembre de 2014

XV - Remedios y Rosario o dos estilos de hada madrina


CANCIÓN DEL NIÑO QUE QUERÍA IR A LA LUNA

Quiero plantar un árbol en la luna, madre,
Porque la hermosa luna es sorda y fría.
Quiero tejer un nido de gorriones, madre,
en la luna que es gris y que no alienta.
Quiero estrechar la mano al selenita, madre,
aunque sea de piedra y de silencio,
quiero apoyar con fuerza mis labios en la luna, madre,
como si fuera un tibio cutis de muchacha.
Quiero plantar un árbol en la luna, madre.
Quiero tejer un nido de gorriones, madre.
Quiero estrechar la mano al selenita, madre.
Quiero apoyar mis labios en la luna, madre.
Quiero,
Que cuando lleguen los sabios hombres a la luna, madre,
aprendan de una vez,
lo que es un árbol,
un gorrión,
la mano de un amigo,
y un rostro que se ama…
porque los sabios hombres, madre,
casi lo han olvidado.


J.A. Muñoz “La casa de San Jamás”

Hay hadas del mar, no tienen nada que ver con las sirenas, no cantan canciones fatales ni tienen cola de pez, son hadas buenas que crecen en la espuma de las olas. Mi abuelita Remedios era una, sabía los secretos de tejer redes, conocía la hora en que cada pescado acudía al cebo, me contaba historias fantásticas de pulpos gigantes que raptaban a las niñas que se bronceaban en las rocas y sabía cocinar los frutos del mar de mil y una maneras, era hermosa y su risa sonaba como una catarata de alegría por cualquier cosa.
Mi abuelita Remedios era una artista con las tijeras, una modista de las de antes, no le hacían falta patrones de papel ni cintas métricas, ella ponía la tela sobre el cuerpo, cogía mil y un alfileres y al día siguiente, como el hada de cenicienta, estaba el vestido hecho, perfecto, sin pruebas. Ella fue quien me enseñó el punto del arroz, y a cortar  una sisa; la navidad era su reino,  era la reina de cualquier fiesta. Fue la primera que puso en mis manos un pincel y la única a quien no le importaba que manchase toda la casa para pintar una silla vieja. Recuerdo sus carnes mullidas y blanquísimas, como la espuma de mar, como un refugio íntimo y secreto; cuando era muy niño me gustaba sumergirme en su regazo de flan y se paraba el tiempo.
Era alta y guapa, como una alemana, aunque había nacido en Torrevieja, pasó la infancia entre barcas, olas y arena. La guerra la pilló desprevenida y defendió lo suyo como una fiera, cada día andaba doce kilómetros de ida y doce de vuelta para ir al mercado y traer lo que hubiera, toreó a la tosferina, a un terremoto, a un piquete que le quería arrebatar el marido, y a la miseria.
Siempre me llamaba precioso y nunca me hizo las cuentas, vivía la vida con alegría, sin embargo le aterraban las ollas a presión y las bombonas de butano y se negó siempre a usar la lavadora. Una vez le pidió fuego a Alfonso XIII, trataba a la chica que le ayudaba en casa como a una hermana, fue la principal responsable de que la Tita se quedara soltera.
Usaba un perfume que me la devuelve cada vez que lo huelo:  Echt Kolnish Wasser Nº 4711.

Hay hadas del hogar, son hadas de magia doméstica, tienen el vuelo corto, más bien se quedan en casa y cuando salen siempre van a otra casa de la familia, y no quiere decir esto que su magia sea menos fantástica,  solo es una magia como más de cerca. Mi abuela Rosario era una, conocía las proporciones de las magdalenas y los mantecados y de los mejores almendrados del mundo, sabía mediar como una vicecónsul, su frase preferida era "al mejor acuerdo",  y se duchaba dos veces al día, decía que para no oler a vieja. Era guapa y menuda, se reía sin hacer ruido.
Mi abuela Rosario tenía 21 nietos y ya pasaba de la media docena de bisnietos, bordaba con tanto primor que le podías dar la vuelta a la labor y no le echabas cuenta, haciendo ganchillo era como Penélope, podía urdir una colcha en varios años y deshacerla porque la puntilla pegada no le acababa de convencer. Ella fue quien me enseñó a hacer los gazpachos, a contar, a sumar y el valor del dinero, fue la primera persona que me dio trabajo, vendiendo sardinas de cuba en la tienda. Recuerdo su melena larguísima y blanca que solo una vez pude ver desplegada, siempre la recogía en un moño bajo, aquella vez que la vi con el pelo suelto me pareció aún más hada.
Era bajita y bien dispuesta, con unos pómulos preciosos y un buen par de tetas, vivió a la sombra de su marido, que era como un ogro de un cuento, y cuando se quedó viuda se hizo moderna y abierta, nada le escandalizaba, todo le parecía normal para la gente moderna, "ahora la vida es así" decía, sin más problema. La guerra la pilló en el pueblo y tanta barbaridad hubo de ver que nunca la oí hablar de aquel tiempo.
Daba pellizquitos de monja, nunca se quejaba por mucho trabajo que hubiera, le gustaba arreglarse e ir a misa. Tuvo un hermano que se murió de un atracón, era la única señora del pueblo que tenía una chica de servicio que era madre soltera.
También tenía su perfume que me la devuelve si lo huelo: Carolina Herrera.


La infancia, al menos la mía, es una playa triste y lejana a la que intento escamotear las olas de la memoria, a mi abuelita la recuerdo iluminada, como un faro en medio de aquella niebla. Para ella yo era el que mejor cantaba, el más guapo y el más listo, y la que, cuando mi padre me ahogaba, siempre daba la cara. Vivía en el piso de abajo, así que cuando los caballos que galopaban en mis sienes se desbocaban solo había que bajar un piso y siempre la encontraba.
Una de las cosas más incomprensibles de mi infancia fue la negativa de mi padre a cualquier propuesta, no era lógica, no obedecía a una estrategia educativa ni respondía a ningún criterio, seguramente era consecuencia de la juventud con la que tuvo que enfrentarse a esa tarea, yo le preguntaba, y él de vez en cuando, tampoco era una norma inquebrantable, me respondía, no - ¿por qué?, le preguntaba yo, aunque ya sabía la respuesta de antemano - Porque no, podría haber dicho que sí, pero mira, he dicho que no. Eso, como comprenderéis, me parecía incomprensible y terriblemente frustrante.
Aquella tarde había un circo en mi colegio, que era un colegio moderno que habituaba a programar ese tipo de cosas, era un sábado, cuando pregunté si podía ir, como ya sospechareis, me encontré ese no aleatorio por respuesta. Mi frustración y yo bajamos a ver a la abuelita, que estaba, lo recuerdo perfectamente, pelando alcachofas, ella me escuchó como siempre hacía, acabó de dejar todas las alcachofas cortadas en un cuenco con pedazos de limón, se arregló y me dijo tan ricamente - Vámonos al circo.
El colegio estaba relativamente lejos, en una zona despoblada entonces, uno de esos polígonos industriales, donde los padres salesianos, que para eso de la cosa inmobiliaria siempre han tenido un ojo impecable, habían construido el nuevo y modernísimo colegio, previendo que llegaría un día, como así ha sido, en que se quedaría en el centro centrísimo. La abuelita se puso como un brazo de mar y ale, andandito andandito llegamos al colegio. Yo era el niño más feliz del mundo mundial, me encantaba que todo el mundo me viera con ella, tan guapa y tan alta, llegamos, nos sentamos en nuestros asientos, en primera fila, claro,  y comenzó el espectáculo. Era un circo pobrecito, sin fieras ni trapecistas, tampoco había carpa, lo hacían en el salón de actos, unos payasos, unos chicos ajustadísimos de colorines que lanzaban bolos, y de repente salió un mago, un mago de esos que sacan pañuelitos de colores y alguna paloma, nada del otro mundo, el muy inocente empezó a ejecutar el truco ese de unos aros entrelazados, y como si tal cosa ¿a quién se le ocurrió darle los aros para que intentase destrabarlos? efectivamente, a la abuelita Remedios; ella, como lo más natural, hizo un gesto leve, seguro, y ante la consternación del mago los aros se soltaron por arte de birlibirloque. Risas y aplausos para la abuelita, yo no cabía en mí de orgullo, la verdad es que por aquel entonces tenía pocas oportunidades de brillar ante mis crueles y testosterónicos compañeros. Pero esa tarde fui el colmo de la fortuna, mi abuelita era maga, a mí no me sorprendía. A la vuelta los ladridos de los perros y la oscuridad ya no me dieron miedo, al fin y al cabo iba de la mano de un hada.
Cuando llegamos a casa nos riñeron a los dos por habernos saltado la negativa a la torera. Mi padre enfadado, mi abuelito también, por contagio. - ¿Se puede saber qué coño habéis estado haciendo a estas horas? - Magia,  dijo ella, mientras echaba a la olla las alcachofas, me guiñó un ojo
Y desde ese día supe que era un hada.
La abuela, porque mi abuela Rosario, nunca usó de diminutivos pese a su tamaño, era de gesto más bien serio, puede que por el trabajón de llevar adelante una familia tan grande, de atender la tienda, y estar al servicio integral del abuelo. Ella se manejaba perfectamente ocupando a todo el mundo, tenía una habilidad innata para encontrarle qué hacer a cada cual, uno pelaba almendras, la otra mullía los colchones, esos incomodísimos colchones de borra de lana, aquel llevaba las llandas al horno, la otra la ropa al lavadero, que la casa, enorme, tenía un lavadero inundado de sol donde siempre se oía el agua. Cuando, siendo chico, le preguntábamos - abuela, ¿dónde está mi madre? ella, sin conmoverse, nos contestaba -La llevaba un perro en la boca - y ese quedaba tan pancha.
Cuando murió el abuelo se produjo un cambio sustancial en mi abuela, cerró la tienda, y toda esa adustez tan espartana se transformó en una indolencia dulce y amable, seguía manejando la casa con soltura, pero toda el autoritarismo y la sobriedad que siempre había exhibido se transformaron en condescendencia y liberalidad. Seguía yendo a misa, como era su costumbre, pero ya no nos preguntaba por el color de la casulla del cura, cada cual que hiciera lo que mejor le viniese,.
Yo era harina de otro costal, había tenido algún rifi rafe con ella, pero jamás, ni siquiera en la época en que ejercía, mi abuela, de sargento de infantería, había llegado el agua al río. Nunca me había preguntado, como hacían mis tíos y mis tías por qué no me echaba novia o cuando ibas a casarme, nunca jamás, una especie de entendimiento tácito había sorteado las respuestas incómodas. Afortunadamente yo no era el único de la familia que había preferido cambiar de acera, tenía un primo, que sin salir del armario, llegó una vez al pueblo con un novio, a pasar el fin de semana.
El cuadro era el siguiente: en la cocina mis tías y la abuela fregando la interminable vajilla, no es moco de pavo fregar el servicio de cuarenta personas, cuando por la puerta de entran mi primo y su nada masculino amigo. Luis, que mi primo, cosas de familia, también se llama Luis, le pregunta a su lover si quiere café, el muchacho le responde que sí, y ante el escándalo de mis tías le acaricia ligeramente la nuca.
Mis tías, asombradas, le preguntan a la abuela - Madre (Siempre le llamaron madre) ¿qué le parece? la abuela se medio sonríe me mira, me guiña un ojo, y les contesta con toda placidez, - Pues una pareja bien avenida. En ese momento me di cuenta de que ésta, mi otra abuela, a su modo, también era un hada.
Mi tia Isa, no contenta, le pregunta, no quiero saber con qué intención, si sabe dónde está la madre de mi primo, seguramente para ponerla en antecedentes, la abuela me coge de la mano, suave, y volviendo a sonreír, le contesta - La llevaba un perro en la boca - y elevando un poco la voz para acabar de dejarlo claro añadió - ¿estamos?


Hace tiempo que se marcharon, la abuelita después de que una madeja de lana se le metiese en la cabeza y los pájaros la persiguiesen durante años, se fue apagando poco a poco y un día de lluvia me quedé para siempre sin su regazo de flan; la abuela, cuando ya preparábamos la fiesta de su cien cumpleaños se echó una cabezadita en la mecedora después de comer, haciendo ganchillo, y ya no despertó.
Todavía, y seguro que será para siempre, sonrío cuando sueño con ellas.






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