lunes, 3 de noviembre de 2014

LII - Espú o una temporada en Vulcano


Uno de los enigmas que mantuvo en vilo a los astrónomos del mundo entero... la existencia del planeta Vulcano.

Su órbita fue predicha, calculada minuciosamente, pero jamás fue observado. Hasta que un empleado de una oficina de patentes demostró que Vulcano solo existía... en los sueños de algunas personas.

Mercurio y la observación de su órbita ponían en serios aprietos las mismísimas leyes de Newton. Conforme se obtenían datos sobre él, nada se correspondía con lo que debía ser... Tenía una órbita diferente, así que los sapientísimos astrónomos supusieron que debía haber otro planeta, aun no descubierto, que estaba influyendo en su órbita. Y  por tanto... existía otro planeta desconocido, un planeta al que llamaron Vulcano.

Sabios con tanto crédito bastaron  para convencer a la mayor parte de la gente de su existencia, un planeta que orbitaba entre Mercurio y el Sol. De esta forma se explicaban los extraños recorridos de Mercurio: Vulcano era la causa. Ahora lo que todo el mundo quería ver... era el nuevo planeta.

Se calculó exactamente dónde estaba, su órbita e incluso su masa. Pero nadie lo encontró. Hasta que finalmente Edmonde Lescarbault, un médico aficionado a la astronomía, lo pudo ver. Describió todo con tanto lujo de detalles, que se le concedió  la Legión de Honor Francesa.

Pero ningún otro observatorio conseguía ver a Vulcano. El planeta más cercano al Sol permanecía oculto y nadie se lo explicaba. De vez en cuando llegaban noticias de avistaciones hechas en algún lugar remoto por un aficionado desconocido. La verdad es que no eran muy fiables, y ni siquiera lo veían en los lugares previstos por los cálculos. Esto no lograba más que acrecentar el misterio en torno al dichoso planeta.

Finalmente, y algo desquiciado ya el mundo de la astronomía, se propuso una solución al problema: Vulcano estaba tan próximo al sol que era imposible verlo. De hecho, más de un astrónomo había sufrido daños oculares intentando verlo. Pero podría ser visto durante los eclipses. Hasta se publicaron los datos necesarios para que el planeta fuera visto en los siguientes eclipses... pero Vulcano no apareció.

Los astrónomos cada vez dudaban más de la existencia de Vulcano, Mercurio estaba más allá de las leyes de Newton. Sin pretenderlo, se habían descubierto los límites de la física clásica.

Hubo que esperar un buen puñado de años para explicar el enigma. En 1915, un empleado de patentes aportó al mundo las nuevas ideas necesarias. Unas ideas que supondrían un cambio radical en el conocimiento que el ser humano tenía del universo, tan importante como el cambio que supusieron las ideas de Newton en su momento.


Ese empleado de patentes se llamaba Albert Einstein, y sus ideas eran la Teoría General de la Relatividad, que, entre muchas otras cosas, explicaba perfectamente la órbita de Mercurio.


Hay padres, que de verdad, cuando le ponen el nombre a su hijo, un nombre que ha de acompañarlo durante toda su vida, deberían tener un poco de sensibilidad. Pero, desafortunadamente para aquellos que lo sufren algunas familias tienen a gala distinguir a sus vástagos con nombres atroces que se heredan generación tras generación. Esto llega a extremos tremendos en algunas ocasiones; mi cuñada tiene una prima, lejana, que se llama Odiosa, y aquí mi costilla cuenta en su familia con una larga saga de Eudosias. Pues bien, el retrato de esta mi recuperada galería que hoy me ocupa lo protagoniza un nombre no menos incómodo: Espurio.

Llamarte espurio es una putada, lo mires como lo mires, da igual que tu padre y tu abuelo y el tatarabuelo de tu bisabuelo se llamasen así. 
Hay cosas que ni por esas tienen consuelo, y Espurio lo miras en el diccionario y pone: (Del lat. spurĭus).

1. adj. bastardo ( que degenera de su origen o naturaleza).
2. adj. falso ( engañoso).

Ya me diréis, amiguitos y amiguitas si es o no una cabronada, por muy tradición que sea, tener que apechugar con esto toda la vida de uno. No valen prendas, ni que un tal Spurius (por lo visto vine de ahí) redactara una reforma agraria en la antigua Roma que favoreciera al proletariado, no creo que haya conciencia popular que llegue a tanto. Por no tener no tiene ni santo en el santoral, así que nuestro amigo de desdichado nombre tuvo una infancia con un regalo de menos.

Es por lo tanto justificadísimo que en cuanto tuvo uso de razón para inspirar algo de piedad el muchacho acortara su nombre y lo dejara en Espú. Quiso la tele y su talante un poco friqui que con el tiempo todos le llamásemos Spock (pero pronunciado así ¿eh? Espú, que para eso era de Calasparra)

Espú, al que de ahora en adelante llamaré Spock llegó a Madrid procedente de la tierra del arroz bomba allá por los 80, cuando Madrid era Madriz sin avergonzarse de la Z y estaba coloreado como un comic de edición cara. Spock llegó con una maleta dura de cuero marrón, con las esquinas peladas de tantos años, de esas con cierres cromados que al tocar la cerradura hacían un clic y saltaban como un disparo, en esa maleta llevaba algo de ropa; hasta un chaleco hecho con una colcha bordada a mano que su tía Esperanza, la única que parecía entender de sus tardes a solas mirando por la ventana, le había cosido con cariño para ponérsela el día de San Abdón y san Senén, que hay que ver la querencia de su bendito pueblo por los nombres bizarros. Además de la maleta se trajo del pueblo un amargor largo de tanta burla, un bronceado perfecto y un cuerpazo. Porque Spock tenía uno de esos cuerpos espigados, de músculos dibujados sin aspavientos de los que han crecido trabajando a destajo. También vino con él una curiosidad inmensa, una peligrosa inocencia y un hambre atrasada de abrazos.

Había conocido ese verano, una tarde en la feria, en la que reventaba de guapo con su chaleco bordado, a unos chicos de Madriz que habían venido de turistas en una tienda de campaña. Eran cuatro, tres chicos y una chica, ella no era novia de ninguno ni nada, y dormían en la tienda de lona los cuatro. La chica, que fue a quien conoció primero, era artista, pintora, y los chicos tenían pinta de dedicarse a algo parecido, con esas camisas de colores y las manos tan cuidadas, fue en lo primero en que se fijó, en sus manos, con las uñas recortadas y limpias y sin asomo de callos.

Él les enseñó el pueblo, le daba igual que la gente los mirara tanto, incluso estaba orgulloso de pasearse con los forasteros, estuvieron los tres días de ese último fin de semana de Julio juntos, anduvieron, charlaron, bebieron, fumaron cigarros de la risa, y por primera vez en su vida descubrió el sabor de otros labios. Él se dejaba querer y lo probaron todos, los cuatro.  Se acabó el fin de semana y cuando los acompañó al coche, Federico, el más alto, le dijo ¿te vienes? Dicho y hecho, en su casa no había nadie, estaban de fiesta, llegó en un salto, hizo la maleta en otro y en el siguiente ya estaba sentado en el coche.

Paso por la esquina del Figueroa, en plena calle Hortaleza,  y veo un chicazo con un chaleco precioso sentado en el bordillo de la acera con una maleta de cuero vieja a un lado, lo miro con intención, pero parece muy preocupado por algo y no me hace ni caso, bajo a la plaza de Chueca, que por aquellos entonces era una droguería y un desastre con mucho encanto, me compro unos porros, miro el ganado, voy a subir por Pelayo,  me acuerdo del chaleco imposible y la mirada tan triste, desando hasta la esquina y me meto por Hortaleza, está igual de solo, igual de triste, e igual de bueno.

- Hola
- Hola, me mira desde abajo con ojitos de perro apaleado
- ¿te pasa algo? Tienes cara de preocupado.

Y ve el cielo abierto, y me cuenta de su fin de semana con los cuatro de Plaza Castilla, que se ha venido en un arrebato, que todo muy bien, que el viaje un escándalo de risas y besos y que cuando han llegado le han dicho que iban un momento a Arturo Soria, como si Arturo Soria estuviese ahí al lado, y que en media hora volvían, y que iban para cuatro horas y nada, y que era la primera vez que venía a Madriz y que no entendía nada, que a ver si les había pasado algo.

Me encandila su candidez, bueno, aparte de los tríceps que dibuja el chaleco y su perfecto bronceado, le sugiero que tomemos un café o un loquesea en el Figueroa, que desde el cristal podemos ver si llegan sus amigos, entramos y seguimos charlando, del arroz bomba, del amor a primera vista, del café de cafetera y de la espumita que tienen los de las cafeterías, de los pueblos y de los engaños, y charlando pasa el tiempo, ya no quedan más que dos chicas arriba y nosotros dos abajo.

- Bueno Espú ¿te vienes a casa?
- Mis amigos no van a venir ¿verdad?
- Pues no creo, la gente ya sabes, te embarca y luego se lava las manos.
- Vale, menos mal que has aparecido.

Le aprieto con cariño la mano, ni hace falta pillar un taxi, vivo entonces en Valverde, casi al lado.
Cuando llegamos la Pepa se está haciendo un cola cao, con la leche hirviendo, como a él le gusta.

- Hola, yo soy Jose ¿y tú?
- Yo soy Espú
- Vaya chico tan guapo ¿de dónde lo has sacado?
- De dónde va a ser, de Vulcano.



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