domingo, 2 de noviembre de 2014

XLI - Aníbal o hágase en mí según tu palabra.



Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube en la luz;
si como muros que se derrumban,
para saludar la verdad erguida en medio,
pudiera derrumbar su cuerpo, dejando sólo la verdad de su amor,
la verdad de sí mismo,
que no se llama gloria, fortuna o ambición,
sino amor o deseo,
yo sería aquel que imaginaba;
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
proclama ante los hombres la verdad ignorada,
la verdad de su amor verdadero.
Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oir sin escalofrío;
alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina,
y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
libremente, con la libertad del amor,
la única libertad que me exalta,
la única libertad porque me muero.

Tú justificas mi existencia:
Si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.


Luis cernuda


...hágase en mí según tu palabra. Y el ángel, dejándola, se fue.

(Lc 1, 38)


Ha pasado la Semana Santa, como pasa cada vez, con toda esa puesta en escena, con ese derroche de lágrimas, y de días libres, con este frío tan de medio luto. Están pasando las procesiones, parece que no llueve, cuando llegamos a la altura de donde la gente flanquea el desfile podemos ver que hay como un corte, se puede ver alejarse a la banda, y en la otra esquina, se vislumbran unas figuras de negro, todavía lejos, mi acompañante me está contando la muerte de su padre, me dice que al final estaba loco, que le espetaba a su mujer, que no es su madre, sino la novia de su padre, barbaridades como que por qué, ya que le quería tanto, no se ponía enferma ella en su lugar, si me quieres tanto, por qué no te mueres tú en vez de morirme yo, tartamudea un poco mientras me lo cuenta, no me extraña. Las figuras negras se acercan, ya se pueden ver, son tres mujeres, tres manolas de peluquería, con tejas de carey y mantillas de blondas, vestidas de negro riguroso, con medias negras, una con costura detrás, tacón discreto y alguna perla imperdonable, las tres muy circunspectas, cada una porta un almohadón de terciopelo rojo, como una ofrenda, puedo ver que sobre uno de los cojines hay una corona de espinas, sobre el otro unos clavos grandes, terribles, sobre el tercero hay un martillo y unas tenazas. Por el altavoz se escucha: Hermandad Agustina de Cristo despojado de sus vestiduras.

Mi memoria me hace una carambola y me traslada a otra Semana Santa muy diferente, de hace más de quince años, en Tenerife.

Después de ganar el premio del Carnaval en Palma estoy como "reina por un día" en vez de un premio grande me llevo a casa un montón de premios de lo más dispar, desde un vale por todas las plantas de interior que quepan en una furgoneta, a un año de peluquería y manicura gratis, hasta una Semana Santa en el Puerto de la Cruz, cortinas, vales de restaurante, ropa, es como si los reyes magos hubieran pasado dos veces. Lo que más me gusta es una perfecto negra, auténtica, de las que pesan un quintal y duran toda la vida, todavía la tengo, es esencial en mi armario, es tan auténtica que nunca resulta excesiva; lo que más me divierte es el viaje, un poco rollo eso de salir de una isla y meterme en otra, pero no he vuelto a Tenerife desde la mili y estoy en los últimos estertores de mi penúltimo divorcio, unos días en Tenerife me apetecen. Seguro que no ha cambiado tanto...

El avión, como siempre me pasa, un martirio, acostumbrado al salto de Mallorca, este viaje me parece larguísimo, llegamos al aeropuerto del sur, me recoge un mehari graciosísimo con dos chicas estupendas y simpatiquísimas, llevan un cartelito con mi nombre, un poco paliza el viajecito hasta el Puerto, que está al norte, me dejan en el apartamento, es un hotel curiosísimo, con un lago con su barco pirata y todo, en vez de habitaciones son apartamentos, muy funcional y muy cuco, con una mini cocina, un balcón magnífico sobre el océano, y bastante a mano, no hace calor, me cambio de ropa, me pongo estupendo con mi perfecto de cuero, y salgo a la jungla, está bien esto de poderme escapar de este modo, hacía tiempo ya, y no podía soportar ese maldito ruidito que hace con la boca durante todo el día ni un minuto más, lo aborrezco, se me ha metido en las sienes, ya no hay retour, a la vuelta el exilio, es lo malo de llegar a la vida del otro, que al apearte la de uno se interrumpe un poco, y cuando quieres pasar la comba te encuentras con que has de solucionarlo todo, otra casa, otro teléfono, otro todo...

El Puerto está casi igual, algún sitio ha cambiado de nombre, hay algo nuevo, pero Martianez sigue pareciendo inútil con este tiempo. En la iglesia unos pasos pequeños en procesión, las bandas de música y los capuchinos, en las terrazas de la playa de San Telmo, los turistas disimulan al fresco, me siento en una mesa y saboreo el momento, al mismo tiempo que un vodka muy frío con un poco de limón, una gitana me quiere vender lotería, nunca compro.

Doy un paseo, los nombres de las calles combinan los nombres de las plantas, con los de ciudades europeas y personajes locales, han pasado más de 10 años desde que conocí el Puerto, y no noto que hayan pasado diez años desde que caminaba por los mismos sitios los fines de semana, la misma mezcla de estilos y educaciones, la misma excesiva oferta de locales de ocio. Esos balcones de madera tan característicos, parecida temperatura, ni frío ni calor, cuando anochece resulta más cosmopolita, ceno en el puerto viejo, un pescado recio y sabroso, con mojo y papas, un buen café.

Acabo por la avenida todavía del generalísimo, que ironías de la toponimia, concentra los sitios de ambiente, tomo dos o tres copas en dos o tres bares, hay relativamente poca gente, muchas parejas, todo muy venial.



Un camarero dicharachero me cuenta de la discoteca donde van todos luego, me informo, es donde hay más gente y ya estará a tope, voy hacia allá, no la recuerdo, será nueva, una puerta amable con un poco de cola, buena señal, unas escaleras, yo bajo y él sube, le miro fijamente, me mira con timidez, se para arriba de la escalera, su culo en contrapicado, vuelve un poco la cabeza y me mira de soslayo, giro 180º, subo la escalera, hay unos servicios, qué incómodo, al lado una puerta con unas tiras de hule negro a modo de cortina, él pasa hacia dentro, entro, hay una pantalla grande de televisión con un porno neumático y superyanqui, unas butacas como un mini cine, detrás unas paredes perforadas por las que se atisban algunos mirando, él vuelve a mirarme en un instante y se desliza por entre las paredes perforadas, le sigo, mi cazadora la debía haber dejado en el guardarropa, estoy sudando, hay unos pasillos con alguna luz rosada, casi no se ve nada, él está apoyado en el fondo, contra la pared un pie con la pierna flexionada, la otra rígida, buenos muslos, el pantalón, como de alpaca, dibuja perfectamente sus formas y deja suponer algún tipo de ejercicio, gimnasio, o bicicleta quizás, tiene una mano en el bolsillo, mira al suelo, como distraído, me coloco enfrente de él, en la pared opuesta, a ambos lados del pasillo hay puertas, en algunos dinteles hay uno u otro, unos como invitando, otros como esperando, hay puertas entornadas, medio ocultan y medio muestran, los hay que provocan y los que están como agazapados, de vez en cuando, cada poco, una puerta se cierra tras entrar otro más por ella, lleva una camiseta de algodón impecablemente planchada que se ajusta a su torso y sus hombros, en el pecho un letrero - Aníbal - de vez en cuando me mira, le miro fijamente, mientras me acerco de frente. 


Para esta conquista de Roma no hacen falta elefantes, levanta su cara, poco a poco y me mira, me meto por la puerta de al lado, la dejo abierta, entra inmediatamente, se me entrega desde el principio, lo desnudo completamente, dejo su ropa en un perchero de gancho que hay junto a la puerta, hay un ventanuco desde el que se ve el porno, la luz del video se proyecta en el sudor de su espalda, me pide autoridad, se la concedo, le gusta explorar los límites, me lo hace saber, juego durante un buen rato a que el dolor y el placer se confundan en su piel, hacemos el amor como salvajes.

Le pido que no me cuente nada de sí mismo, me pide que le someta, nos vamos en su coche, rojo, un deportivo caro, el viento nos da en la cara, no puedo dejar de tocarlo, llegamos a su casa, buen gusto, masculino, algunas piezas buenas, mucho cristal, volvemos a estallar el uno en el otro, su sumisión es absoluta, se complace en satisfacer todas mis propuestas y se mantiene fiel al pacto, no me habla en absoluto de sí mismo y pone su cuerpo, su tiempo, y su casa a mi servicio, nos embriagamos de ese juego, pasamos cinco días enzarzando nuestros besos, solo paso al hotel, a ese apartamento tan cuco con el balcón sobre el océano a recoger algo de ropa, y el último día la maleta, se me acumulan los desayunos en el tirador, unas bolsas muy completas con unos paquetitos de leche, café, bollería, pan y otras cosas, me lleva al aeropuerto, no podemos dejar de meternos manos hasta el último momento.


Llaman a embarcar, es mi vuelo, le beso, le llamo Aníbal, por primera vez, me pregunta algo - ¿Cómo sabes que me llamo Aníbal? - Tiene derecho a preguntarlo - Tienes razón es cierto, no lo sé - Me besa - ¿Te veré? - Ya es la segunda pregunta, y última - Eso espero, aún tengo un ruidito que me taladra las sienes - Me mira como si comprendiera.


Me marcho, cuando abren la puerta de embarque le miro, está al fondo, contra la pared y me dice adiós con los ojos.



Dicen que el Drago, si es herido, sangra.




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