viernes, 31 de octubre de 2014

VI - Vicente y Vicente o la vida capicúa


Normalmente, se llama capicúa al número que, como el 13031, se lee igual de derecha a izquierda que de izquierda a derecha.


También se llama así a un lance en el juego del dominó que consiste en cerrar con una ficha que puede colocarse en cualquiera de los dos extremos.

Capicúa es una palabra compuesta que procede del catalán: cap, que significa cabeza, y cua, cola.
Se refiere a los números cuyo comienzo y final son iguales. Generalmente a los de 5 cifras, porque su origen deriva de los billetes de tranvía... La creencia popular es que el cap-i-cua trae buena suerte para toda la jornada...


También hay números llamados lástimas. La lástima es aquel número inmediato anterior o posterior al cap-i-cua verdadero. Y el nombre se debe a la exclamación que acostumbra a lanzar el que le toca un número de éstos, lamentándose de que por una cifra no pueda alcanzar el cap-i-cua.



Un ataque de pánico es irrefutable, cuando se es presa de uno de esos súbitos arrebatos de terror, se pierde el control de la reacción porque la emoción es demasiado fuerte. Los dos habían tenido un ataque de pánico, y precisamente el haber observado en el otro el mismo miedo incontenible les confirmaba en la certeza de que aquello había ocurrido.
A los dos les desbordó el pavor, lo mismo que se desborda un cazo de leche hirviendo, con un borbotón que sube y lo mancha todo.
A Vicente A., cuando el estupor que siguió, la boca le sabía a leche quemada, amarga. A Vicente B., mientras intentaba calmarse, le subía desde el esófago un sabor a leche agria, como a yogur.
Se miraron en una paradoja, intentando que el otro confirmara lo que no podían creer, y no cabía duda, Vicente A estaba convencido de haber visto saltar de la silla a Vicente B. Vicente B, sin embargo estaba seguro de haber visto saltar de la silla a Vicente A.
Había empezado de la forma más trivial: Vicente A quería localizar Distrito Distinto para una de sus movidas, y Vicente B, que tenía ese puntito machirulo de soyelputoamodelciberespacio, le había enseñado el Google maps, una pasada, Aragó con Meridiana, facilito, era un poco triste ver a aquel templo, que fue el primer Up & Down antes de concentrar a todos los Up de la ciudad, reducido a un cuadradito.
A ver si encontraba la casa, Sants, dale click al más, al más, mira el paseo Maragall, Vilapicina, dale al más, dale, dale, el parc del Turó de la Peira, dale al más, mira, mira , ¿se le puede dar la vuelta?, mira la botiga de abajo, mira, mira el balcón, mira.
Cuando ambos vislumbraron sus figuras a través del cristal y reconocieron en la pantalla del ordenador los colores de la ropa que llevaban puesta, a los dos les subió el pánico desde el hígado hasta la boca.
Uno de ellos tuvo la entereza de, sin mirar el ordenador, pulsar nerviosamente el menos, el menos, el menos, hasta que Sants era como un sello de correos.
Vicente A estaba seguro de que había sido él, Vicente B. también estaba seguro de que había sido él.



Para Vicente A. haber nacido en Pedralbes era inevitable, y le encantaba, no cambiaría esa infancia entre dragones y jardines por nada, seguramente pocos niños del mundo habían dispuesto de un lugar tan bonito para jugar, se conocía al más mínimo detalle cada uno de los dragones, podía describirlos minuciosamente uno a uno, hasta ese que apareció escondido en una fuente, tras bambúes y centúreas, con que los bienintencionados jardineros lo habían preservado de las iras inquisitorias de otros tiempos, porque llevaba un escudo de Cataluña, tan perseguido entonces, y lo escondieron tan bien que no reapareció hasta el 83, que ya le pilló mayorcito a Vicente A., pero fue a verlo más de una vez, a posta, para estudiarlo con cuidado, como a un hijo pródigo. Su preferido era el de la puerta, era enorme, con alas de murciélago y una retirada a la rana Gustavo.
Vicente A. era tan afortunado en eso como en todo, había crecido con cariño y con cuidado, en una familia burguesa pero trabajadora que nunca había interferido en su manera de hacer las cosas, un buen colegio, donde conoció a Vicente B, y con él a esa amistad que ya va para cuarenta años que arrastran.
Fue entonces, en las primeras veces que dejaron ir a Vicente B. a su casa, que le enseñó a su amigo donde jugaba, y le presentó a sus dragones. A Vicente B. le fascinaron, sobre todo el gigante de la puerta, y sí, sí que se parecía a la rana Gustavo.
Después del colegio se separaron, pero no saben cuándo, fijaron la costumbre de verse los 22 de cada mes, como fuera.
Vicente A, estudió muchas cosas, pertenecía a los últimos de esa gauche divine a los que, cuando el proceso de Burgos, encerrados en Montserrat, Oriol Bohigas les hizo llegar directamente del Via Venetto un catering con pepitos de solomillo, caviar, champán y otras exquisiteces.
Un teatro de New York convertido en Disco: Studio 54, la troupe de Warhol y su Factory pusieron la guinda. 54 fue la catedral.
Barcelona tuvo también su Studio 54, en el Teatro Español. Ahí comenzó Vicente A., a encontrar su camino, le gustaba la noche, sabía hacer muy bien las presentaciones, buen gusto, una agenda estupenda y una presencia impecable y a la última, Morago, Torradas, Sevignon,Gaultier, Montesinos...Se fue ganando un prestigio.
Vicente B. no se perdió ninguna fiesta que cayera en 22, invitado por su amigo, al que siguió viendo cada 22, hubiera o no hubiera fiesta, menos el año que se casó, que le pilló uno, en Julio, de viaje de novios. Vicente A. no pudo acudir en dos o tres ocasiones, en tantos años, pero las dos o tres faltas fueron justificadísimas.
Por qué el 22 precisamente no sé, puede que les gustaran los dos patitos, o a lo mejor a ellos les parecían dos dragones.


Vicente B. está borracho, no como una cuba, pero ya lleva un puntito más de lo razonable, y todo le hace muchísima gracia, o maldita la gracia que le hace todo. Cuando se emborracha así no sabe si reír o llorar, la infelicidad se le ha instalado en el alma, lleva once años casado y sigue sin encontrarse cómodo en su casa, tan pitipona y tan inn, que Mireia, su mujer, ha organizado con tanto gusto, mira, al final, después de tantas novias, se llevó el gato al agua la más perseverante, la que ya bebía sus vientos en sus tiempos de Travolta de Sants, que tuvo la santa paciencia de aguardar a que remitiera el chorreo de rubias oxigenadas. Después de tantos años de cenitas educadas con los amigos, de, como hormiguitas, ir llenando el trastero, hasta tenerlo atiborrado de montañas de cacharros de diseny sin alma. Vicente B. está seguro de que no la soporta, que ya no puede más con ese estilo burgués tan freaky que su esposa se gasta, se le han atragantado sus gafas de pasta fucsia, sus pantalones de pitillo y su risa falsa, esa carcajada fingida que ella exhibe en cualquier circunstancia.
Vicente B., está seguro, de que el mundo no se acaba, que debe decirle adiós, a ella no le sorprenderá, hace tanto que no se dicen nada, y está asustado, dejará muchas cosas en esa barca, y es que Mireia lo ha dispuesto todo sin echarle nada en falta, desde ese poema autógrafo de Brossa, que tienen enmarcado en la entrada, hasta el sillón donde pasa el rato después de cenar hasta la hora de irse a la cama, el único rato que pasa en casa, un sillón masculino de líneas Bauhaus que más que acomodarlo, de tan mullido, se lo traga. En casa del herrero cuchillo de palo, él, que es un tapicero de los que no quedan, de los que hace un capitoné como se debe, ese acolchado clásico caracterizado por los botones que poco tan tiene que ver con el abotonado, y hasta le reclaman para caprichos como a un especialista, ha hecho del confort ajeno su oficio, y está desde hace mucho incómodo en su propia butaca.
Son las diez de la noche, Vicente A. llega puntual a su cita, cuando se sienta se da cuenta de que su amigo está borracho, y está llorando.


Vicente A acaba de dejar colgado a un oso en el Martins, así como suena, cuando una bofetada de olor le ha vencido. Con el otro, todo pelo y músculo, dispuesto para el asalto, ha visto en el techo de la cabina un enrejado, le ha quitado el cinturón a su complaciente y velludo partenaire, y sin mayor problema, se lo ha enrollado en una muñeca, lo ha pasado por uno de los barrotes sobre él y sujetándole la otra lo ha dejado colgado, con los pantalones por los tobillos. Con los olores no puede, nunca ha podido.
Ha sido una noche absurda, ha cenado con Ferrán muy temprano, en el Pueblo Español, otra vez pato grasoso con higos o algo así que le ha dejado un regusto ácido, luego su colega se ha empeñado en ir a echar la primitiva.

- dime un número que me falta -, 
- el 22 - le ha salido sin pensar, luego han ido a tomar unas cuantas, y como siempre que acaba solo, ha acabado en el Martins.

Está pensando en eso cuando le tiran un güisqui a la cara, no ha sido un accidente, ni una broma, han liberado al oso que está hecho una furia, no sabe qué le grita de límites y de gaitas, si no saben jugar que no jueguen, de jabón no le ha gritado nada, se limpia con una servilleta de papel que le deja puntitos blancos por la cara, un espejo le devuelve la mirada salpicado de una especie de caspa que la luz negra resalta, la visión le deprime, le corta la marcha, un taxi y a casa, solo, como de costumbre.

El teléfono suena insistentemente y no deben ser ni las nueve de la mañana, ha intentado no hacer caso, arrumbarlo en lo más profundo del sueño, pero no puede, maldiciendo descuelga, es Ferrán, está como loco, le han tocado 6.000.000 € a la primitiva, la misma que absurdamente él le ayudó a completar anoche, 600.000 € son suyos. Tarda un rato en reaccionar, tiene suerte, siempre la tuvo, pero vaya, esta vez es demasiado.
No se lo piensa más que lo justo, llama a Vicente B.

- ¿Vicente? vente para acá que te cambias de casa.


Hace años que están juntos, en la misma vida, en la misma casa, en la misma cama, fue tan natural que no les sorprendió ni a ellos, quién lo iba a decir, después de tanto, nunca había habido nada entre los dos, ni de niños, la afición de Vicente A. a los chicos no había supuesto ningún obstáculo, así como la irresistible atracción que Vicente B. sentía por las chicas rubias y neumáticas, pero después de lo de la primitiva, de irse a vivir los dos a esa casa inundada de sol de la calle Pitágores, todo había sucedido naturalmente, de tanto cariño acabaron abrazados. Sin aspavientos, al fin y al cabo ya no eran unos chicos, eran dos hombres sensatos.
Están doblando las sábanas, es un gesto automático, no hablan, es como un ballet doméstico ensayado por la costumbre, extienden la pieza de tela, cada uno en un extremo, la doblan a lo largo, a la vez, otro pliegue más y ahora a lo ancho, lo han hecho tantas veces ya, y otra vez a lo ancho.
Mientras, Barcelona, la ciudad de los dragones, entretanto el sol se despereza en su regazo, sigue ocupada en contribuir para que la vida parezca un regalo.


Así, más o menos, Vicente y Vicente (todos ya les llamamos así) me lo contaron.


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