A mediados de los 80
Valencia era una ciudad excesiva como siempre, pero sus sitios más divertidos
tenían nombre de otras ciudades: “El Lisboa” “El Casablanca” con su piscina
legendaria, comparable a la gran cama del “Aire” de Madrid… Cristina Tárrega pinchaba
en el “Arena de Pachá” y su alcaldesa socialista, Clementina, aparte de
tener nombre de un cítrico tan consecuente con su cargo, remedaba los fastos
del Viejo Profesor y se gastaba un pastón en promocionar la música. La marcha
empezaba el viernes y no acababa hasta el domingo. En los 80 y tantos yo
estaba en Valencia y tenía 20 y tantos. Era más guapo que un San Luis,
desfilaba para Montesinos y para Pepe Picó, estaba empezando a considerar que
ya a mi edad la timidez era una cuestión de mala educación, e iba por la vida
de gato persa.
Fui a un concierto de
Sade, un modelazo de Lucio y un corte de pelo de Rechal’s, la morena de la voz
de seda estaba fabulosa como esperaba, el sitio no era el adecuado, ese
terciopelo se difuminaba en un espacio tan grande, estaría mejor en un club, o
en una sala más pequeña, mis amigos no salían del baño, yo entonces ya
detestaba la nieve, y me había quedado solo escuchando “never as good as the first time” cuando me fijé que a mi lado
había una persona llorando desconsoladamente, no era un llanto contenido,
ni tampoco parecía borracho, era un tío con muy buena pinta y lloraba a moco
tendido, no pude evitar aparcar el pudor que siempre me da el dolor ajeno,
acercarme a él y decirle:
- Oye, ¿te encuentras
bien?
- Pues…no, me
encuentro fatal.
- ¿Quieres que haga
algo, te puedo ayudar?
- No, gracias, no
creo, Sade le encantaba a mi novio y murió la semana pasada. No sé a qué he
venido aquí.
- Vámonos, entonces.
No hablamos más, no sé
cómo, una seguridad inhabitual me hizo llevar las riendas de la situación, el
me siguió como un niño a pesar de llevarme diez años por lo menos, le cogí de
un brazo, salimos a la francesa y paramos un taxi, es cierto que mis cinco
ginebras, entonces yo bebía ginebra sola, con hielo, ¿pero sola?, sí, sola y la
media mezcalina que me había comido campaban a sus anchas por mi ánimo. Nos
fuimos al Casablanca. No paré de hablar, no sé si por lo que llevaba encima, o
porque era la única forma de consuelo que se me ocurría, o por las dos cosas a
un tiempo. Era un sábado, lo recuerdo, la Malvarrosa estaba sembrada de
chiringuitos en la arena. Casablanca era otro punto, la gente tenía un look
cuidado, las copas no eran de garrafón y la música permitía charlar. Seguimos
bebiendo.
Y charlando, era profesor
de Arquitectura, hablamos de desestructuración, de Van der Rohe, de Le
Corbousier, de Valencia, de Madrid, de moda, y claro de pollas y culos también;
en un momento de la conversación me preguntó:
-¿De dónde eres? ¿Tú no
eres español, verdad?-Supongo que sería mi pedo, y supongo que precisamente por
ello le contesté.
-No, soy finlandés-
Finlandia, vaya movida, no sé a cuento de qué, cómo no fuera por aquella
finlandesa tan maravillosa que había conocido el verano anterior, Sari se
llamaba, y tenía un ojo verde y otro azul, como Bowie…
- Vaya, ya decía yo,
por eso tienes criterio arquitectónico, Aalto, Sarinen, ¿sabes? mis alumnos de
tu edad no tienen ni puta idea- claro, él no sabía que tenía en Altea un
amante, que era arquitecto, uruguayo, y muy didáctico.
- Yo no podría nunca
hacer casas, no resisto la idea de que algo que haya creado sea tan longevo,
(poco a poco iba transformando mi acento como a mí me parecía más escandinavo)
No creo que algo que creara ahora me siga pareciendo presentable dentro de 20
años
- Eso es por tus
veinte años.
Bueno, el caso es que ese
finlandés que se había apoderado de mí y el profesor seguimos hablando hasta
que se difuminó su congoja y acabamos en un pequeño ático-estudio con una
terraza enorme en una casa filigrana en Conde de Altea. Tenía una piel amable y
olía a melón, ya sé que no es muy habitual, pero olía a melón maduro. Pegamos
un polvo dulce, como si fuéramos novios y nos dormimos abrazados.
Aquella conversación
salpicada de polvos se prolongó durante unas semanas, en las que no pude
remediar mi posesión finlandesa; una mezcla de vergüenza y de cierta actitud
esquizoide, por lo demás, fantástico, ropa nueva, gimnasio, clases de inglés.
Sabía cuidar a un gato persa. Todo iba viento en popa, pero conforme la
relación avanzaba se me hacía más difícil desprenderme del personaje. La cosa
llegó a un punto que ya era una auténtica locura.
Un domingo por la tarde
toqué fondo.
- Me tengo que
marchar, he de seguir con mi vida.- Se quedó pálido.
- Oye, no tienes por
qué, puedes seguir tu vida conmigo
- No, de verdad, no
puedo.
- Sí puedes, mira, ya
sé lo que te pasa, y no pasa nada. Yo también tengo mis cosas.
- ¿Qué me pasa?
- Nada, no te pasa
nada, es muy divertido. Mi mujer trabaja en la biblioteca con tu prima Rosario,
cuando te conocí ya sabía quién eras, te conocía de vista, tú no pasas
desapercibido precisamente. Ayer hablamos de ti, y no pasa nada,
me fascina Finlandia.
Me quedé algunos días más,
pero por muy gato persa que fuese me tendría que haber contado que era casado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario