viernes, 31 de octubre de 2014

IX - Michelle o el hada de las guindas








o es cierto que las hadas no existan. Es difícil verlas, eso es lo que pasa. Y si queréis que os diga la verdad, casi es mejor así, ya que las hadas suelen aparecer cuando los niños no son felices. Por eso todos los cuentos de hadas son tristes, lo cual no quiere decir que no nos guste escucharlos. Y este cuento también lo es.
Veréis, las hadas no son tan especiales como suele decirse. Viven en el bosque, y se confunden con el viento, el agua y el rumor de las hojas, pero no son demasiado complicadas. Hacen algo y se olvidan enseguida de ello. No hay nada en su mundo comparable a los recuerdos. Por eso siempre andan alrededor de los niños, y les gusta apropiarse de todo lo que pasa por sus pensamientos. Especialmente cuando están tristes o melancólicos. Un niño alegre se parece a los pájaros, a los conejos que saltan en la hierba, al agua que corre por los torrentes, pero un niño triste no se parece a nadie ni a nada. Nada en el mundo, ni el atardecer más hermoso, ni las auroras boreales o los fuegos de San Telmo, se le puede comparar, porque es como una isla que guarda en su interior un secreto. Suele decirse que las hadas son unos seres ordenados que andan por el mundo concediendo favores a los niños obedientes y un poco cursis, pero esto no es cierto. 


Gustavo Martín Garzo - Tres cuentos de hadas.



En Mallorca, y no es de extrañar, existen muchas leyendas que explican la magia de algunos lugares de la isla. Una de ellas es la de las Dones d'Aigo o mujeres del agua, nombre con el que se las conoce en Cataluña y Baleares, aunque según las zonas las llaman también goges, aloges, encantades, o fades. En la mitología universal se las conoce como Ondinas. La tradición cuenta que, desde tiempos inmemoriales, viven en estanques, ríos, pozos, fuentes… Todos los lugares naturales donde se las puede encontrar son sitios de gran belleza, ya que se supone que están bajo su custodia y se han mantenido prácticamente intactos hasta hoy.

Cuenta la leyenda que las Dones d'Aigo tienen el mismo poder que el agua: cuando es bueno, cura, es vital y renovador. Pero cuando se enfadan arrasan con todo lo que tienen por delante, igual que hace el agua.
Las Dones d'Aigo salen de sus hogares para relacionarse con los humanos, sobre todo con los hombres, y su objetivo es ayudar. Lo único que piden a cambio es que no se las mencione nunca, ya que en el momento que alguien cuenta que ha visto una ondina o pronuncia en voz alta su nombre, desaparecen.

Todas las historias explican que las Dones d'Aigo hacen que la buena suerte acompañe a aquellos afortunados a los que se aparecen y su vida comienza a mejorar. Pero en el mismo instante en el que el privilegiado que las ve lo comenta con sus conocidos o la llama en voz alta pierde toda fortuna que le había acompañado hasta ese momento.

Es curiosa y hasta cierto punto paradójica la falta casi absoluta de tradiciones fantásticas originales y populares en Mallorca. Es curioso, pero es el mallorquín un pueblo poco dado a esos alardes de fantasía, sin embargo las hadas del agua están presentes naturalmente, sin excesos dramáticos, en la tradición insular.
Y si no lo estuvieran tampoco tendría demasiada importancia, porque yo, aunque sea difícil de creer, tuve la fortuna de conocer a una, y no era un hada cualquiera.

La conocí muy bien, y no es que la viera un momento, tuve con ella charlas que se alargaban horas, porque aunque las hadas no son muy dadas a contar sus cosas, tienen la facultad de escuchar de tal manera que nunca crees que eres pesado, o que tu conversación no les interesa; cenamos juntos muchas veces, porque aunque las hadas comen muy poquito, tienen el don de cocinar como nadie y saben todas las recetas. No se me apareció en un claro del bosque ni al pie de un manantial, no tuve que frotar un anillo ni una lámpara, nada de eso. Michelle, mi hada, vivía en el ático de al lado, terraza con terraza.
Mira que yo con los vecinos tengo cierta prevención, siempre procuro ser cordial, pero lo justo, bastante costosa es la intimidad para ir arriesgándola alegremente. Pues bien, sin estar especialmente dispuesto, no pude menos que observar como su terraza no era como las demás: las bignonias y las buganvillas de todos los colores la amurallaban como una pared de carcajadas de colores, tenía rosas todo el año, y frisias, y dalias blancas, y hasta un cerezo y una palmera rarísima que se desmayaba en una cascada de hilos, como una melena, sobre una hiedra enana.

¿Y su perro?, porque mi hada tenía un perro gordito y torpe el que, seguramente, de tanto estar a su lado se había vuelto un poco mágico, era un perro tan especial que bajaba el solo las escaleras, siete pisos, y daba su vuelta, hacía sus cosas, y volvía tan ricamente a subir los siete pisos sin despistarse nunca, tenía este perro una mirada especial por la que nunca sabías exactamente lo que pasaba por su cabeza, en esa mirada siempre había un brillo de escepticismo, como si nada acabara de convencerle.
Estas cosas hacían que mi vecina me resultase especialmente agradable, no obstante, habían pasado dos meses y no habíamos cruzado más que algún comentario amable e intrascendente sobre el clima, lo bonitas que son las flores o lo simpático y listísimo que es el perro.

Un sábado de carnaval voy a Tito's, la disco más grande, a una fiesta; como yo trabajaba en la "Mansión del terror" me agencié un disfraz de vampiro, me maquillé como una puerta, cara blanca, ojeras, ojos inyectados en sangre y toda la pesca. Muchas copas, muchas risas, la locura del carnaval, fotos, hasta hago de jurado y todo... De pronto, de tanto unos y otros, mis amigos me han dejado solo, se habrán cansado de esperarme, ya son las nueve de la mañana, mejor me voy, pero ostias, mi disfraz no lleva bolsillos, es como una túnica sin ningún rincón para guardar las cosas, les he dejado las llaves y el dinero, y ahora estoy vestido de vampiro a las nueve de la mañana en el quinto pino; nada, paciencia y buen humor, Lou no te queda otra, así que con toda mi cachaza y esas pintas cogí todo el Paseo Marítimo (que no es moco de pavo) así vestido, pintado como un apache, chorreando sangre de atrezzo hasta casa.
El sol cae ya a plomo, los claxon de los coches me van jaleando todo el camino.
Por fin llego, ahora ¿cómo entro?

- ¿Michelle?
- Soy tu vecino, es que he extraviado las llaves.
- Te abro.
- Oye pero cuando me veas no te asustes.
- ¿Has tenido un accidente?
- No, no te preocupes, ahora te cuento.

Voy para el ascensor, lo que veo en el espejo es desalentador, después del baile, el copavayviene, la caminata, el sol y diez horas, el vampiro que me mira da realmente miedo. Paro en mi piso, el perro viene a recibirme y me mira con esa cara de cachondeo. Cuando Michelle me ve no hace ningún aspaviento, ni siquiera sonríe, me invita a pasar y me dice que me siente, charlamos como si tal cosa, como si tuviera un vampiro de visita todos los días. Me cuenta de su vida, ya dije que no era un hada corriente, es francesa, vino a Mallorca por amor, el amor murió y ella siguió enamorada de la isla, sabe de exilios y de extraviar sueños, pero sobre todo escucha, sin preguntar, tiene la facultad de hacer brotar las palabras, le cuento también de mis destierros, de trenes perdidos y de abandonos, de la lamentable desidia que supone que mi compañero no me escuche llamar, de que no haya caído en que me quedaba solo, sin llaves y sin dinero, del desgaste del cariño, de cómo la pasión se desdibuja sin preguntar primero. Y cuando ya llevo dos horas sentado, me doy cuenta de que todavía voy vestido de no-muerto, le pregunto.

- ¿Qué te parece la pinta?, ya ves, todavía de carnaval, habré de cambiarme, digo yo, a ver como entro.
- Ay, que es carnaval, ya veía yo que tenías un aspecto un poco raro, pero hijo, yo es que, en la pinta, es en lo que menos me fijo.
- Vaya, y yo que creía que daba miedo.
- ¿Miedo? ¿Con esa cara? miedo daban las SS desfilando sobre Nancy, mi ciudad, mataron a mi perro.

Ya digo que a las hadas no les gusta mucho contar sus cosas, sonrió, se levantó y me dijo - ahora hay que abrir la puerta - se fue a un cajón, lo abrió y sacó una radiografía, y como una Houddinni maravillosa, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida, la introdujo en el quicio de mi puerta y la abrió sin ningún esfuerzo, a la primera.

- Que barbaridad, eso es magia, ya decía yo que eras un hada.
- Un hada, espera.

Vuelve al momento con un tarro precioso en la mano, como un tesoro, me lo da, está lleno de cerezas.

- Mira un regalo de hada, son guindas en aguardiente, y son mágicas, cuando se te atragante la vida cómete una, verás cómo se te pasa el trago. Yo las como continuamente.

Así es que tenía una nueva amiga, cuarenta y tantos años mayor que yo, si es que se puede uno fiar de la edad de un hada, pero sincera y auténtica, fuimos intimando, cada vez más. Era un hada profesional, trabajaba, sin cobrar, en una especie de hilo telefónico ofreciendo consuelo a los ancianos -la línea dorada, o algo por el estilo, creo recordar - que son los niños tristes más tristes de todos. Era un hada moderna que hacía su magia por teléfono y bebía calvados en una copa de balón enorme como una pecera. Me contó de un exilio primero de unos padres implacables, del gran exilio azuzada por los alemanes, sin rencor, con toda la parsimonia de las Ondinas, de su soledad de extranjera, de la implacable coraza de la sociedad mallorquina, que no le perdonaba el haberse enamorado de un mortal, del exilio último del amor, cuando tuvo que acompañarlo hasta el final, y sin embargo no daba nada por perdido, se sentía útil y era sabia. Me enseñó a apreciar los matices del piano de Chopin, la luz imposible de Artá, el punto del soufflé, el mundo que cabe en una maceta. Y supo de mi sed, que era como una llaga abierta, de cómo lo cotidiano se me había vuelto intolerable, de mi soledad atiborrada de gente sin ninguna importancia, y me enseñó, sobre todo, a afrontar la madurez con serenidad.

Mi hada y yo, ante el asombro de la concurrencia, íbamos a cenar vestidos como si fuéramos a la ópera, a uno de esos restoranes pequeños e impecables, sabía los secretos del vino, y era experta en encontrar, en cada pueblo, dónde estaba la fuente; tenía, como es natural dada su calidad de ninfa, una especial querencia por el agua y me enseñó, con sus casi ochenta años, dónde estaban las calas más transparentes, donde el azul es más que verde y devuelve la luz como una joya ligerísima, con ella aprendí el secreto para no evitar el sol, le sentaban bien todos los sombreros. Mi hada y yo nos divertíamos como si la edad no fuera más que un asunto del tiempo. Muchas veces, siguiendo su consejo, cuando todo se hacía una bola, comíamos unas guindas, y surtían efecto. Muchas veces sorprendí, mientras tanto, los ojos socarrones de su perro.
Dicen que si hablas de una dona de s'aigo se marcha por el brocal del pozo, la de mi vida, un día, me dijo que nos despedíamos, que la vida suya se iba, y que se iba fea, de mala manera, y que bajo ningún concepto quería que yo lo viera, que era pura magia el habernos encontrado, pero que, después de todo, la edad era lo que era, y cuando lo dijo supe que así quería ella que fuera, el estómago se me anudó a la garganta, toqué el fondo, tomé impulso, sonreí.

- Michelle, vamos a comernos una guinda
- Muy bién, magnifique, ya sabes mi secreto.

Toutou, su perro, ladró como asintiendo.


Dicen que no se puede hablar de las hadas porque se marchan, yo, que siempre voy a la contra, con vuestro permiso, es una forma que tengo de conjurar a la mía.
Otra es comerme una guinda.



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