viernes, 31 de octubre de 2014

V - Isadora o la extraña fascinación del glitter


Las personas sudamos, las mujeres transpiran, pero las bailarinas, las bailarinas brillan - Orson Welles.

No hay profesión artística que requiera más sacrificio, más abnegación y más entrega que la danza. Exige un entrenamiento cotidiano intensivo y un régimen de vida muy severo. La carrera es breve y el éxito difícil, las frustraciones numerosas, y el medio cruel. La danza tiene su propio idioma y hablarlo con el cuerpo no es nada sencillo. Renuncia, pasión y entrega son denominadores comunes de una profesión que reclama condiciones artísticas y físicas extremas. Por sus propias características, la danza es una de las bellas artes en las que el cuerpo humano alcanza su máxima expresión: las manos deben hablar, y piernas y brazos ser lo suficientemente flexibles para que los desplazamientos del bailarín parezcan tan sutiles y ligeros como el aire.
Tiene mucho que ver con perseguir la perfección, lograr un doble giro irreprochable, un salto sostenido en el aire, o los 33 fouettés impecables que la primera bailarina debe ejecutar en Don Quijote. Por definición, la danza es un conjunto de movimientos y posiciones estilizadas que, concatenadas al ritmo de la música, llegan a expresar argumentos, estados de ánimo o simplemente al cuerpo en movimiento.
A las destrezas físicas hay que añadir el talento para lidiar con un repertorio que explora emociones muy variadas: del amor a la muerte, de los cuentos de hadas a los derroches de sensualidad. Cisnes moribundos, espectros, dioses, princesas o prostitutas.
Extraña “mezcla de monjas y boxeadores”, como las definió el genial Maurice Béjart, las bailarinas deben sumar la devoción de una beata y la entrega de una deportista de élite.
La danza tiene su propio idioma y hablarlo con el cuerpo no es nada sencillo. Y la recompensa habitual suele ser sangre, sudor y pocos aplausos.
Es probable que esta disciplina artística forme los cuerpos que más me atraen, puede que por eso, en mi vida, se han sucedido los bailarines, he tenido ocasión de observarlos desde mi privilegiado palco, he tenido la fortuna de abrazar lo que el público solo admira, he podido comprender esa exquisita mezcla de trabajo y emoción, dibujé con la yema de mis dedos sobre la línea del dibujo de sus músculos, les debo, a los bailarines de mi vida, otra manera de vivir la música.
Y de entre todos, que fueron, vaya, fueron, ella. Isadora


La conocí unos Sanfermines, estábamos en Valencia, pero la legendaria discoteca Chocolate celebraba los Sanfermines con chupinazo y todo, así es que abandonamos el glamour ese sábado, y todas con la camisa blanca y el pañuelito rojo, un poco triste francamente, poco dado que soy a lo del asunto folklórico, pero vaya, es lo que había esa noche, se lo habían currado, una especie de barrera, aparejos y colgaduras, todo muy en plan "Bienvenido Mr. Marshall". Lo de siempre, unas copas, muchas risas, hola a una y a otra, las mezcalinas eran caramelos, los valencianos prorrogaban la fiesta tres días, por aquellas carreteras, con el sol tan blanco, el puzzletron que era un aparato que había en Puzzle que cuando todo el mundo sudaba a mares bailando bailando les proyectaba una nube explosiva de micro gotas heladas, Chimo Bayo era un crío que ponía discos en su casa pero ya salía con la hija del director de Number One.
Seguramente hay actuación, un performance o go-gos o cualquier cosa, porque se enciende un cañón de luz del que sale un haz ámbar, muy potente, dibuja un círculo de ese color sobre una pasarela, la música baja de volumen, comienza a escucharse una voz, unos pajaritos, parece Liza, me enamoré de la Minnelli en Cabaret, es Liza, canta City Lights, en el círculo aparece ella, lleva un smoking de seda blanco, con un pañuelo rojo al cuello, el pelo radical, al dos, con una trenza de un metro en la coronilla, rubio platino, está de espaldas, es una chica, su culo la define, comienza a bailar, impresionante, no mueve la boca, ni imita a la Minnelli, baila impresionantemente bien, había visto cosas así, en películas americanas, en algún video de algún espectáculo de Broadway, pero en directo, nada. Tenía fuerza, llevaba dentro el espectáculo, controlaba la técnica sin ninguna duda, tenía ritmo, abarcaba el espacio, y llevaba un make up fascinante, toda ella estaba envuelta en una nube de glitter, como una campanilla adulta y sexy, se despojó de la chaqueta en el reprix, un bustier de encaje blanco de La Perla, en los últimos pasos del pantalón, las piernas suben a la vertical con la misma facilidad con que yo me rasco una oreja, unos zapatos perfectos, juega con un Jaxon, hace bailar al sombrero blanco, agradece los aplausos como una estrella. Tengo que conocerla.
Estoy en el camerino, unos besos y unas risas, eres fantástica, tráeme un güisqui cariño, los dos vivimos en Madrid, los dos somos libra, los dos estamos encantados, los dos estamos pendientes de un chico que parece indio, con unos ojos y unos hombros de recordar, un momento chicos que voy a ducharme, Mowgli sale a por las copas, me quedo solo, la mesa con los maquillajes, colores, esponjas, pinceles, y un tarro especial, como un tubo de ensayo, lleno de un polvo blanco, como diminutos granos de cristal que brillan de todos los colores, distraído lo cojo, pillo una pizca entre la yema de los dos dedos, me desabrocho la camisa un par de botones, el espejo de bombillas, lo espolvoreo sobre mi pecho, a mi espalda, envuelta en una toalla, mojada, desnuda, sonriendo, me mira.

- Quédatelo, ¿a qué es mágico? es polvo de hadas.
- ¿Cómo se llama esto?
- Eso es glitter, purpurina de cristal, los cabareteros le llamamos París.
- ¿Dónde lo compras?
- En Madrid, en la calle Libertad, pero quédatelo, tengo más.

Acabamos en casa los tres, no me gustan nada estas cosas del sexo impar, siempre me parece que sobra uno, pero el niño estaba imperdonablemente suculento, y ella era un bellezón, todo aderezado con un sazonado cóctel de estimulantes, nos ponemos a jugar en la alfombra, hace mucho calor, nos besamos, cambiamos de boca jugando, con la ansiedad del que no cabe, conscientes de que te está mirando, de uno a otro, del punzante afeitado del uno al ligero sabor a cosmético de la otra, de unos hombros portentosos y morenos a unos pechos cálidos que poseen los resortes del deseo, nos vamos descubriendo con avidez, con esa urgencia encendida que nos empeña en desvelar el misterio. Cuando ya estamos desnudos, ante la evidencia del sexo, el morenazo y yo nos proclamamos devotos de ese cuerpo blanco y suave, mientras, de vez en cuando, nos prodigamos alguna caricia el uno al otro, ella, triunfante, nos hace protagonista de sus sueños, rodamos desde la alfombra a la cama, abrazados, perdemos a Mowgli en la travesía, y seguimos follando, borrachos de deseo, durante dos días, una maratón de sexo, lo justo para comer o ducharnos, pero cuando nos llamó el indio desde Madrid a los dos días aún estábamos en la cama.



Ya prácticamente no nos separamos en ocho años.
Ya, ya, si yo también estaba confundido, toda la vida convencido de ser maricón y mira, con una bailarina, y nada de subterfugios, nos habíamos conocido ligando con el mismo indio, pero vaya, yo siempre he pensado que si así es no es de otra manera, y así fué y no de otro modo, claro, todo el mundo se sorprendió, acostumbrados a poner etiquetas de mi...cambio de rumbo, pero no hubo otra.
Casi naturalmente, con una facilidad inhabitual nos simbotizamos, alcanzamos un equilibrio cuasi perfecto, yo me encargaba de la parte plástica, vestuario, guion, escenografía y llevaba la agenda. Ella bailaba y coreografiaba y se encargaba de buscar y dirigir a los demás bailarines.
Principalmente eran espectáculos de cabaret, con un ramalazo importante de Music Hall, aunque como Isadora tenía una formación académica exhaustiva lo mismo usaba las puntas y se pasaba meses en busca del Dégagé perfecto que bailaba un tema de Liza o de The Cure, su coreografía del "love cats" era magistral, de alguna manera, yo, que tampoco estaba dotado para la danza, había acabado haciendo de ella mi vida.
Aprendí mucho más que en tantos años de facultad, aprendí música, a cortar, a coser, a poner los focos, aprendí maquillaje, por supuesto danza, y sobre todo aprendí lo que se trabaja.
Recorrimos España, llegamos hasta Grecia, encontramos público de todas clases, pero siempre, siempre, se resolvió todo en un aplauso.
Las bailarinas pueden parecer diosas desde la platea, pero tal vez en ese mismo momento tienen los dedos de los pies llenos de ampollas y les sale sangre. Suena terrible, aunque para un bailarín no lo es tanto. La gente piensa que la danza es una actividad muy sana y saludable, pero el desgaste físico es enorme. Tienen un nivel de resistencia al dolor muy alto. Están acostumbrados al exceso de trabajo físico, Isadora
 se tuvo que operar cinco veces por problemas de rodillas y tendones, y el tiempo no pasa en balde, para una bailarina es una tragedia multiplicada, porque su instrumento, su cuerpo, envejece con ella, porque los esguinces y las bursitis la van quitando de en medio.
Y una noche, en Madrid, en Ales, con Teresa, la trapecista, a medio "New York New York" tiene el esguince definitivo y se rompe los ligamentos. Comienza el réquiem a su carrera.
Intenté ayudarla, la quería, la quiero, sin embargo ella no pudo sino ahogar su frustración en güisqui, era tan fácil, que me di cuenta cuando ya era un problema, cuando vi como temblaba recién levantada hasta su primera copa, cuando nuestra liberalidad que siempre habíamos exhibido con orgullo y con elegancia se me hacía incómoda, cuando sus maneras enfurecieron por la borrachera. Un viernes desapareció, no vino hasta el lunes, derrotada, ni una llamada, nada, los dos muy serios.

- Mira Isadora, ya no te lo digo más, no me gusta prolongar las agonías, tienes un problema, lo hemos hablado mil veces, yo respeto tus cosas, pero te estás matando, no me gusta dramatizar, pero no sé nada de tí desde el viernes, así no puedo más, me voy a marchar.
- Te vas a marchar.
- Sí, o te tomas en serio lo de dejar de beber o me voy con mi vida, de otro modo te destruirás tú y me destruirás a mí. Reacciona.

Me levanto por la mañana, ¿y mis zapatos?, no encuentro mis zapatos, voy al armario, ninguno, estoy alucinando, ¿Oye has visto mis zapatos? No hay ninguno de mis zapatos. Ella, con una tajada como un piano me mira, sonríe con la boca torcida, desde el sofá. - He hecho una montaña, los he cogido y he hecho una montaña, con todos, una montaña de zapatos, así no te irás, no te irás sin zapatos.


Ha pasado mucho tiempo, nunca más volvimos a abrazarnos, cada cual toreamos nuestro camino y nunca perdimos el contacto, transformamos nuestra historia en una amistad incómoda pero sincera, ambos tenemos la incuestionable seguridad de que lo que vivimos nos pertenece.
Estamos para siempre impregnados de purpurina de cristal, parecerá increíble, pero aún hoy, al revolver un cajón o un bolso, algo de glitter me guiña y la vuelve a traer a mi vida en un destello.





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