Uno de los
enigmas que mantuvo en vilo a los astrónomos del mundo entero... la existencia
del planeta Vulcano.
Su órbita
fue predicha, calculada minuciosamente, pero jamás fue observado. Hasta que un
empleado de una oficina de patentes demostró que Vulcano solo existía... en los
sueños de algunas personas.
Mercurio y
la observación de su órbita ponían en serios aprietos las mismísimas leyes de
Newton. Conforme se obtenían datos sobre él, nada se correspondía con lo
que debía ser... Tenía una órbita diferente, así que los
sapientísimos astrónomos supusieron que debía haber otro planeta, aun no
descubierto, que estaba influyendo en su órbita. Y por tanto...
existía otro planeta desconocido, un planeta al que llamaron Vulcano.
Sabios con
tanto crédito bastaron para convencer a la mayor parte de la gente de su existencia,
un planeta que orbitaba entre Mercurio y el Sol. De esta forma se explicaban
los extraños recorridos de Mercurio: Vulcano era la causa. Ahora lo que todo el
mundo quería ver... era el nuevo planeta.
Se calculó
exactamente dónde estaba, su órbita e incluso su masa. Pero nadie lo encontró.
Hasta que finalmente Edmonde Lescarbault, un médico aficionado a
la astronomía, lo pudo ver. Describió todo con tanto lujo de detalles, que
se le concedió la Legión de Honor Francesa.
Pero ningún
otro observatorio conseguía ver a Vulcano. El planeta más cercano al
Sol permanecía oculto y nadie se lo explicaba. De vez en cuando llegaban
noticias de avistaciones hechas en algún lugar remoto por un aficionado
desconocido. La verdad es que no eran muy fiables, y ni siquiera
lo veían en los lugares previstos por los cálculos. Esto no lograba
más que acrecentar el misterio en torno al dichoso planeta.
Finalmente,
y algo desquiciado ya el mundo de la astronomía, se propuso una solución al
problema: Vulcano estaba tan próximo al sol que era imposible verlo. De hecho, más
de un astrónomo había sufrido daños oculares intentando verlo. Pero
podría ser visto durante los eclipses. Hasta se publicaron los datos necesarios
para que el planeta fuera visto en los siguientes eclipses... pero Vulcano no
apareció.
Los
astrónomos cada vez dudaban más de la existencia de Vulcano, Mercurio
estaba más allá de las leyes de Newton. Sin pretenderlo, se habían descubierto
los límites de la física clásica.
Hubo que
esperar un buen puñado de años para explicar el enigma. En 1915, un empleado de
patentes aportó al mundo las nuevas ideas necesarias. Unas ideas que supondrían
un cambio radical en el conocimiento que el ser humano tenía del universo, tan
importante como el cambio que supusieron las ideas de Newton en su momento.
Ese empleado
de patentes se llamaba Albert Einstein, y sus ideas eran la Teoría General de
la Relatividad, que, entre muchas otras cosas, explicaba perfectamente la
órbita de Mercurio.
Hay padres, que de verdad,
cuando le ponen el nombre a su hijo, un nombre que ha de acompañarlo durante
toda su vida, deberían tener un poco de sensibilidad. Pero, desafortunadamente para
aquellos que lo sufren algunas familias tienen a gala distinguir a sus vástagos
con nombres atroces que se heredan generación tras generación. Esto llega a
extremos tremendos en algunas ocasiones; mi cuñada tiene una prima, lejana, que
se llama Odiosa, y aquí mi costilla cuenta en su familia con una larga saga de
Eudosias. Pues bien, el retrato de esta mi recuperada galería que hoy me ocupa
lo protagoniza un nombre no menos incómodo: Espurio.
Llamarte espurio es una
putada, lo mires como lo mires, da igual que tu padre y tu abuelo y el
tatarabuelo de tu bisabuelo se llamasen así.
Hay cosas que ni por esas tienen
consuelo, y Espurio lo miras en el diccionario y
pone: (Del lat. spurĭus).
Ya me diréis, amiguitos y
amiguitas si es o no una cabronada, por muy tradición que sea, tener que
apechugar con esto toda la vida de uno. No valen prendas, ni que un tal Spurius
(por lo visto vine de ahí) redactara una reforma agraria en la antigua Roma que
favoreciera al proletariado, no creo que haya conciencia popular que llegue a
tanto. Por no tener no tiene ni santo en el santoral, así que nuestro amigo de
desdichado nombre tuvo una infancia con un regalo de menos.
Es por lo tanto
justificadísimo que en cuanto tuvo uso de razón para inspirar algo de piedad el
muchacho acortara su nombre y lo dejara en Espú. Quiso la tele y su talante un
poco friqui que con el tiempo todos le llamásemos Spock (pero pronunciado así
¿eh? Espú, que para eso era de Calasparra)
Espú, al que de ahora en
adelante llamaré Spock llegó a Madrid procedente de la tierra del arroz bomba
allá por los 80, cuando Madrid era Madriz sin avergonzarse de la Z y estaba
coloreado como un comic de edición cara. Spock llegó con una maleta dura de
cuero marrón, con las esquinas peladas de tantos años, de esas con cierres
cromados que al tocar la cerradura hacían un clic y saltaban como un disparo,
en esa maleta llevaba algo de ropa; hasta un chaleco hecho con una colcha
bordada a mano que su tía Esperanza, la única que parecía entender de sus
tardes a solas mirando por la ventana, le había cosido con cariño para
ponérsela el día de San Abdón y san Senén, que hay que ver la querencia de su
bendito pueblo por los nombres bizarros. Además de la maleta se trajo del
pueblo un amargor largo de tanta burla, un bronceado perfecto y un cuerpazo.
Porque Spock tenía uno de esos cuerpos espigados, de músculos dibujados sin
aspavientos de los que han crecido trabajando a destajo. También vino con él
una curiosidad inmensa, una peligrosa inocencia y un hambre atrasada de
abrazos.
Había conocido ese verano,
una tarde en la feria, en la que reventaba de guapo con su chaleco bordado, a
unos chicos de Madriz que habían venido de turistas en una tienda de campaña. Eran
cuatro, tres chicos y una chica, ella no era novia de ninguno ni nada, y
dormían en la tienda de lona los cuatro. La chica, que fue a quien conoció
primero, era artista, pintora, y los chicos tenían pinta de dedicarse a algo
parecido, con esas camisas de colores y las manos tan cuidadas, fue en lo
primero en que se fijó, en sus manos, con las uñas recortadas y limpias y sin
asomo de callos.
Él les enseñó el pueblo,
le daba igual que la gente los mirara tanto, incluso estaba orgulloso de
pasearse con los forasteros, estuvieron los tres días de ese último fin de
semana de Julio juntos, anduvieron, charlaron, bebieron, fumaron cigarros de la
risa, y por primera vez en su vida descubrió el sabor de otros labios. Él se
dejaba querer y lo probaron todos, los cuatro. Se acabó el fin de semana
y cuando los acompañó al coche, Federico, el más alto, le dijo ¿te vienes?
Dicho y hecho, en su casa no había nadie, estaban de fiesta, llegó en un salto,
hizo la maleta en otro y en el siguiente ya estaba sentado en el coche.
Paso por la esquina del
Figueroa, en plena calle Hortaleza, y veo un chicazo con un chaleco
precioso sentado en el bordillo de la acera con una maleta de cuero vieja a un
lado, lo miro con intención, pero parece muy preocupado por algo y no me hace
ni caso, bajo a la plaza de Chueca, que por aquellos entonces era una droguería
y un desastre con mucho encanto, me compro unos porros, miro el ganado, voy a
subir por Pelayo, me acuerdo del chaleco imposible y la mirada tan
triste, desando hasta la esquina y me meto por Hortaleza, está igual de solo,
igual de triste, e igual de bueno.
- Hola
- Hola, me mira desde
abajo con ojitos de perro apaleado
- ¿te pasa algo? Tienes
cara de preocupado.
Y ve el cielo abierto, y
me cuenta de su fin de semana con los cuatro de Plaza Castilla, que se ha
venido en un arrebato, que todo muy bien, que el viaje un escándalo de risas y
besos y que cuando han llegado le han dicho que iban un momento a Arturo Soria,
como si Arturo Soria estuviese ahí al lado, y que en media hora volvían, y que
iban para cuatro horas y nada, y que era la primera vez que venía a Madriz y
que no entendía nada, que a ver si les había pasado algo.
Me encandila su candidez,
bueno, aparte de los tríceps que dibuja el chaleco y su perfecto bronceado, le
sugiero que tomemos un café o un loquesea en el Figueroa, que desde el cristal
podemos ver si llegan sus amigos, entramos y seguimos charlando, del arroz
bomba, del amor a primera vista, del café de cafetera y de la espumita que
tienen los de las cafeterías, de los pueblos y de los engaños, y charlando pasa
el tiempo, ya no quedan más que dos chicas arriba y nosotros dos abajo.
- Bueno Espú ¿te vienes a
casa?
- Mis amigos no van a
venir ¿verdad?
- Pues no creo, la gente
ya sabes, te embarca y luego se lava las manos.
- Vale, menos mal que has
aparecido.
Le aprieto con cariño la
mano, ni hace falta pillar un taxi, vivo entonces en Valverde, casi al lado.
Cuando llegamos la Pepa se
está haciendo un cola cao, con la leche hirviendo, como a él le gusta.
- Hola, yo soy Jose ¿y tú?
- Yo soy Espú
- Vaya chico tan guapo ¿de
dónde lo has sacado?
- De dónde va a ser, de
Vulcano.